El Político: Azorín

21.10.2016 20:47

EL POLÍTICO

Azorín

 

EL POLÍTICO

Azorín

 

[Azorín, cuyo verdadero nombres corresponde a: José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, es un autor sui géneris, que escribiera un cuento fascinante denominado: "El Buen Juez", en la cual el autor rompe la concepción del juez como boca de la ley y lo hace ir más allá de la interpretación –que era la única facultad que tenia con aquel sistema- a ser creador, o componedor de soluciones humanas con arreglo a la norma jurídica. Escribe entre su múltiple producción: La sociología criminal , Diario de un enfermoLa voluntad, Las confesiones de un pequeño filósofo, La ruta de Don Quijote (Viajero por la Mancha), El político. Arte de conducirse en la vida, Parlamentarismo español, El chirrión de los políticos, Brandy, mucho brandy, El Enfermo, El cine y el momento, El oasis de los clásicos, Política y literatura, Madrid.

 

He de confesar que apenas me gusta la política. Es más, nunca me gustó la política. Su medio ambiente es rancio desde el inicio, y sus valores son demasiado fuertes para mi gusto. Política me parece y apetece como una palabra malcriada, perversa, canalla, mediocre, y sus acólitos, farsantes, sinvergüenzas, mitómanos, conchudos, caras duras, abyectos, que siempre le toman el pelo, -y todo el dinero del Estado posible- a los ciudadanos de buena o mala fe. Políticos se dice y sólo discursos erráticos se aprecian, malformaciones lingüísticas en los argumentos parasitarios de los políticos. Así que es difícil creer en los políticos. Pero no todos son así. Es diferente analizar la política, aquella sagacidad para lograr el gobierno de los unos a los otros. Aquel arte del gobierno, que en el centro, como instrumento, tiene la voluntad popular, o su figurativa representación. A continuación un texto escrito por Azorín, en su libro “El Político”].

 

 

 

I. HA DE TENER FORTALEZA

 

La primera condición de un hombre de Estado es la fortaleza. Su cuerpo ha ser sano y fuerte. El tráfago de los negocios públicos requiere ir de un lado para otro, recibir gente, con- versar con unos y con otros, leer cartas, contestarlas, hablar en público, pensar en los negocios del Gobierno. Y sobre todo esto, se requiere una naturaleza muy firme, muy segura, para no dejarse aplanar en aquellos momentos críticos de amargura, en que nuestros planes y esperanzas se frustran.

 

Sea el político mañanero; acuéstese temprano. Tenga algo en su persona de labriego; este contraste entre la simplicidad, la tosquedad de sus costumbres y la sutilidad del pensamiento servirá para realzarle. Ha de comer poco también; sea frugal; tenga presente que no es el mucho comer lo que aprovecha, sino el bien digerir. En sus comidas tome espacio y sosiego; coma lentamente, como si no tuviera prisa por nada.

 

Para estar sano y conservar la fortaleza ha de amar el campo; siempre que pueda húrtese a los ciudadanos de la Corte o del Gobierno, y vaya a airearse a la campiña. Ame las montañas; suba a ellas; contemple desde arriba los vastos panoramas del campo. Mézclese en la vida menuda de los labriegos y aprenda en ella las necesidades, dolores y ansias de la nación toda.

 

II. ARTE EN EL VESTIR

 

El fin que persigue el arte en el vestir es la elegancia. Pero la elegancia es casi una condición innata, adquirible. No está en la maestría del sastre que nos viste; está en nosotros. Está en la conformación de nuestro cuerpo; en los movimientos; en la largura o cortedad de los miembros; en el modo de andar, de saludar, de levantarse. Un hombre que tenga ricas ropas y vista con atuendo puede no ser elegante; puede en cambio serlo un pobre arruinado hidalgo de pueblo envuelto en su zamarra y en su capa.

 

La primera regla, sin embargo, de la elegancia es la simplicidad. Procure ser sencillo el político en su atavío; no use ni paños ni lienzos llamativos por los colores o por sus dibujos: prefiera los colores opacos, mates. No caiga con esto en el extremo de la severidad excesiva. Una persona verdadera- mente elegante será aquella que vaya vestida como todo el mundo y que, a pesar de esto, tenga un sello especial, algo que es de ella y no de nadie. Joyas no debe usar ninguna: ni alfiler de corbata, ni cadena de reloj, ni menos sortijas. No ponga en su persona más que lo necesario, pero que lo necesario sea de lo mejor: así el paño de los trajes, el lienzo de las camisas, el sombrero, los guantes, el calzado. Si acaso, si el traje fuera negro o de color muy oscuro, matice y palie la impresión de severidad con una cadena de oro, delgada, breve, sin dijes, en alongados eslabones. Jorge Brumal, el gran elegante inglés, tenía en su atavío una simplicidad suprema, pero sobre el oscuro fondo del traje ponía esta línea refulgente y casi imperceptible de oro. Véase también el efecto de este matiz y paliativo en el retrato que figura en nuestro Museo del magistrado don Diego de Corral, pintado por Velázquez.

 

El calzado merece mención especial; por él se conocen los hábitos y carácter de la persona; un excelente y elegante calzado realza toda la indumentaria. Tenga abnegación bastante para desechar un calzado que está todavía en buen uso. Digo abnegación, no mirando a la economía, sino pensando en que nada hay más cómodo y dulce que un calzado que se ha familiarizado ya con nuestro pie.

 

Hay otras cosas también que separa en dos bandos a los que tratan de vestir bien: el bando de los irreprochables y el de los que tienen alguna mácula. Este algo es la ropa blanca. Sea inflexible en la limpieza de su camisa; llévela siempre, en todos los momentos, nítida, inmaculada. Sobre la nobleza un poco severa de la vestimenta, la nitidez identificable de la camisa resaltará y pondrá una nota de delicadeza, de buen gusto y de aristocratizo.

 

Cosméticos y olores deben estarle prohibidos en absoluto. Si no llevara barba ni bigote, ponga especial cuidado en ir siempre rasurado perfectamente: que no hay nada más desagradable que ver una barba sin afeitar, aunque sea de poco tiempo.

Sencillez y naturalidad: está es la síntesis de la elegancia. Y ahora, como apostilla, la última recomendación. No dé a en- tender, ni por el aire de su persona, ni por su gesto ni por su actitud, ni por sus maneras, que sabe que va bien vestido y es elegante. Si lleva sencilla y buena ropa y si tiene ese don indefinible de que hablábamos al principio, ese no sé qué, ese como efluvio misterioso que emana de toda persona y que no se puede concretar y definir; si se halla en estas condiciones, repito, será elegante.

 

IV. TENGA LA VIRTUD DE LA EUBOLIA

 

La virtud de la eubolia consiste en ser discreto de lengua, en ser cauto, en ser reservado, en no decir sino lo que conviene decir.

 

No se desparrame en palabras el político; no sea fácil a las conversaciones y conferencias con publicistas y gaceteros; cuando haya conferenciado con alguien sobre los asuntos del Estado, no vaya pregonando lo que ha dicho, por qué lo ha dicho y cuál ha sido la causa de no haber dicho tal otra cosa. Si le apretaren para que diga algo del negocio tratado, si le instaren informadores y periodistas, no tenga nunca una negativa hosca o simplemente fría, correcta; sepa disimular y endulzar la negativa con una efusión, un gesto de bondad y cariño, una amable chanza.

 

Es achaque de hombre vulgares el descubrir a todos sus pensamientos. El cuerdo sabe que aun cuando una cosa se puede decir abiertamente, conviene, sin embargo, irla descubriendo poco a poco, con trabajo, con solemnidad, para que así lo más vulgar tenga apariencias de importancia.

 

Otra cosa hay que es necesario también tener en cuenta: y es que hombre reservado es mirado siempre con cierta consideración, con cierto interés. Mantener la duda respecto a la opinión que tenemos sobre tal o cual asunto o acontecimiento es mantener la expectación. Y esta duda, esta perplejidad, esta incertidumbre de público respecto a nosotros, forma como una aureola que envuelve nuestra persona y la realza. Gana, pues, más para la fama quien calla, quien no dice sino lo preciso, que quien deja que corran y se espacien sus profusas palabras en millares de hojas.

 

XXVII. INNOVADOR DENTRO DEL ORDEN

 

No sea el político como este hombre que pinta el poeta Gonzalo de Berceo, y que "era de todas guisas ame revolvedor". No quiera renovarlo y revolucionarlo todo; lograda la posesión del Poder, él verá que una cosa son las fantasías de los teorizantes y otras las manipulaciones de la realidad. Las cosas se han ido formando lentamente; se han formado lentamente hábitos, costumbres, preocupaciones, muchas veces la justicia abstracta, de los libros, se halla en pugna con sentimientos y derechos que es preciso respetar. Lo que es norma plausible en los tratados, encuentra mil matices, sutilidades y complejidades en la práctica, que hacen imposible su aplicación. Todos claman por lo nuevo; todos ansían una renovación radical; pero si esto pudiera operarse, los mismos que gritan y propugnan encontrarían motivos para múltiples excepciones y anulaciones.

 

El político que quiere hacer algo útil a su país no habrá de desear poner arriba lo que está abajo. Contra lo que el tiempo ha ido estratificando, sólo con el tiempo se puede luchar. Vaya poco a poco haciendo sus operaciones el hombre cauto; lime esta aspereza; meta el escoplo en tal otra deformidad; dé un martillazo aquí, asierre otra rama podrida allá. Es decir en la provisión de los cargos, por ejemplo, si no pudiera pasar sin emplear a gente inapta, que sean veinte los galopines en vez de ser cincuenta; si las alcabalas y tributo se perdían antes mucho entre las manos de malos recaudadores, haga que se pierdan ahora menos; si los representantes de la nación eran antaño poco veraces y enteros, que hogaño, aun siendo la mayoría la misma, haya entre ellos más hombres de bien e inteligentes.

 

Esto es en términos generales. Procure también no dar a las reformas y mejoras que prepara más vislumbres y sonoridades de los que deben tener; es decir, que si ha de hacer una reforma que llegue adentro en el país, no se envanezca de ella, sino que más bien, para no alarmar a las gentes, debe quitarles importancia y llevarla con la mayor discreción y sigilo.

 

(Texto extraído de: https://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/sites/fondo2000/vol2/03/ atm/portada.htm