PEDRO PLANAS

30.11.2016 18:27

ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL MODELO PERUANO DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL EN LAS CONSTITUCIONES DE 1979 Y 1993

 

Pedro Planas

 

 

[Pedro Planas fue un vasto escritor. Es suficiente ver sus obras de miles de letras y cientos de páginas para ver su capacidad productiva. Autor desde análisis tan suculentos como aquel que realizó sobre el pensamiento político de Karl Popper, hasta temas tan áridos como El Derecho Parlamentario.  Nos ofrece esta vez un rico panorama histórico latinoamericano sobre el Tribunal Constitucional. Intenta describir el mundo latinoamericano desde la perspectiva de esta institución, y mostrar que esa unión, o fuerza latinoamericana, a través esta vez del Derecho, puede tener la «virtud de desembarazarnos de la antigua costumbre de contemplar con cierta envidia y distancia la estabilidad europea y estadounidense».

 

Pedro Planas ha tocado también temas como el «control constitucional y sus variantes», afirmando incluso que el «control concentrado» existía mucho antes en países latinoamericanos, aún «antes que Kelsen lo patente como europeo». Planas agrega que el Tribunal Constitucional es estudiado como «guardián de la Constitución»; ensaya también preguntas centrales: «¿cómo se resguarda mejor el control concentrado?»; y expone respuestas antecedentes el fenómeno extrapositivo del Derecho: «No hay aquí una respuesta matemática». Pedro Planas hace una reseña continua del Tribunal Constitucional, concluyendo que la función de este es «descubrir los principios y valores que ordenan el sistema jurídico.».

 

Insertamos el presente texto como un reconocimiento a su creatividad].

 

 

            Gracias. En realidad, es sumamente honroso participar, con ustedes, de este I Congreso de Reforma Constitucional, que ojalá siembre una poderosa semilla, una firme conciencia, respecto a la necesidad de anticipar reflexiones y propuestas hacia una reforma futura, mas sólida y consensual, que convierta a la Constitución en una legítima y auténtica norma de convivencia entre los peruanos. En este caso, se trata de concentrar nuestra mirada en la reforma del Tribunal Constitucional. En esta primera conferencia intentaremos reemplazar al profesor César Landa, que a último minuto no pudo embarcarse en el avión, para ofrecerles, cual aperitivo, un somero diagnóstico del estado actual de la institución.

 

Como ustedes saben, el actual Tribunal Constitucional es heredero del Tribunal de Garantías Constitucionales, creado por la Asamblea Constituyente de 1979, luego de lograrse un importante consenso, pero que fuera disuelto, con el Congreso y otras instituciones, con el golpe del 5 de abril.

 

Hasta la Constitución de 1979 había primado en el Perú el denominado modelo americano o “control difuso”, a cargo de todo juez o todo tribunal, que no deroga la ley inconstitucional, sino solo la inaplica o ignora para el caso concreto, para la litis, dejándola, sin embargo, en vigor formal. Como ustedes saben, este control difuso, con efecto solo para las partes, fue consagrado en el Título Preliminar del Código Civil de 1936, que ordenó a todo juez a preferir la Constitución frente a una ley -o frente a cualquier otra norma- de carácter inconstitucional, declarándola inaplicable para el caso que el juez conocía. 

 

En realidad, ahí se formalizó el control, que ya acumulaba en esa fecha alguna jurisprudencia a su favor. Su creación pretoriana o jurisprudencial parece ubicarse en los inicios de la dictadura de Leguía. En agosto de 1920, a raíz de un Habeas Corpus presentado a favor de la libertad personal de Juan Pardo, la Corte Suprema declaró inaplicable una ley recién dictada por el Congreso leguiísta para cortar los procesos judiciales iniciados contra el régimen. Igualmente, cuando se promulgó la Constitución de 1933, varios jueces inaplicaron la Ley de Emergencia de 1932, merced a la cual el gobierno de Benavides detuvo gente y clausuró medios de comunicación. En protección de la libertad personal y la libre expresión, los jueces consideraron esa ley como ley pre-constitucional, derogada apenas entró en vigor la Constitución.

 

Curiosamente, la expedición del Título Preliminar del Código Civil, si bien formaliza esa conquista jurisprudencial, coincidirá con una etapa de progresivo sometimiento de los tribunales al poder político. Hasta hubo jueces que arguyeron que el “control difuso”, al estar previsto en el Título Preliminar del Código Civil, solía debía invocarse en procesos civiles y no en procesos penales, ni en materia de derecho público, donde más necesidad tendría por su eficacia en resguardo de los derechos y libertades consignados en la propia Constitución. En los hechos, pese a la referencia expresa a este método de revisión judicial de las leyes, los jueces prefirieron la norma inconstitucional, antes que la propia Constitución.

 

            Esta penosa trayectoria se hizo corriente institucional en el Poder Judicial en los años cuarenta, cincuenta y sesenta, fenómeno agravado con la formación legalista de los jueces, que los hacía sentirse obligados a acatar una ley, sin poderla revisar, menos aun cuestionar. Este precedente, con un Poder Judicial que no se siente poder, que ni se atreve a aplicar el control difuso que la ley le habilita, tuvo mucho que ver en la definitiva creación de un órgano especializado para ejercer el control constitucional de las leyes, compuesto por magistrados especializados, que dictan resoluciones con efectos derogatorios, capaces de expulsar de nuestro sistema jurídico las leyes inconstitucionales.

 

El órgano especializado creado por la Constitución de 1979 fue el Tribunal de Garantías Constitucionales (TGC), que la Constitución de 1993 convirtió en Tribunal Constitucional (TC). Aquí vamos a hacer un análisis comparado de la estructura y competencias de ambos órganos, así como de sus respectivas experiencias, ambas fallidas lamentablemente. 

 

El TGC estuvo presente en la Asamblea Constituyente de 1979 desde sus primeros debates. Lo definió como “órgano de control de la Constitución”, con sede oficial aquí, en Arequipa. Pero su estructura quedó algo diezmada respecto al proyecto inicial, en parte por esa mentalidad conservadora, que endiosaba la ley y que también primaba en algunos constituyentes, en especial en quienes tenían experiencia parlamentaria en los años cincuenta o sesenta.

 

            El TGC tuvo nueve magistrados de origen tripartito, a renovarse por tercios: tres nombrados por el Congreso, tres por el Ejecutivo y tres por la Corte Suprema. El constituyente recogió el sistema de integración de jueces de los tribunales constitucionales europeos. En España el Tribunal Constitucional tiene doce miembros, cuatro nombrados por la Cámara de Diputados, cuatro por el Senado, dos por el Gobierno y otros dos por el Poder Judicial. Y en Italia, sus quince miembros se nombran por tercios: cinco por el parlamento, cinco por el Poder Judicial y cinco por el Presidente de la República. Pero, claro, los sistemas no son óptimos en sí. Hay que ubicarlos en un contexto específico y bajo determinada realidad. En el Perú, como se procura huir de la intervención política en los nombramientos judiciales, el sistema no fue bien visto desde el inicio. Y la práctica lo corroboró: de los magistrados nombrados entre 1980 y 1992, tres habían sido parlamentarios apristas.

 

La Constitución de 1979 le asignó dos competencias básicas: conocer en casación la resolución denegatoria de hábeas corpus y amparo y declarar inconstitucional la ley, decreto legislativo, norma regional u ordenanza municipal, si contraviene la Constitución. Fueron legitimados, para presentar la demanda de inconstitucionalidad el Presidente de la República, sesenta diputados o veinte senadores (el tercio de cada Cámara), la Corte Suprema y el Fiscal de la Nación, o bien por la iniciativa de 50 mil ciudadanos.

 

            El TGC tuvo dos etapas. La primera correspondió a sus siete primeros años, de 1983 a 1990, en que resolvió seis demandas de inconstitucionalidad, todas interpuestas por la oposición parlamentaria, algunas de tinte muy polémico, como el caso de los votos blancos y nulos, la Bolsa de Trabajo o la constitucionalidad del voto preferencial. La segunda etapa, entre 1990 y 1992, fueron dos intensos años, cuando Fujimori, en su período constitucional, dictó decretos legislativos y otras normas con fuerza de ley que violaban la Carta Magna. En este breve período llegaron como veinte demandas, algunas por iniciativa ciudadana, superando el requisito de 50 mil firmas exigido, lo cual matiza la creencia respecto a que era un número inaccesible. El TGC llegó a resolver nueve demandas, antes de que Fujimori disolviera el tribunal. 

 

            Lamentablemente, su ley orgánica mediatizó su función de control, al exigirle, para declarar fundada la demanda, dos tercios de votos, es decir, el voto conforme de seis de sus nueve miembros. La mediatización del actual Tribunal, con una votación calificada en su ley orgánica, tuvo ahí un notorio y preocupante precedente, que afectó en forma sustantiva esa primera etapa del TGC. Al no reunir los seis votos, no pudo formar resolución para decidir demandas recaídas sobre algunas leyes de gran connotación política, como la ley de los votos válidos o la disposición del voto preferencial, o como un decreto legislativo antiterrorista que parecía afectar el derecho ciudadano a la información. Cuando el TGC formó resolución, en estos siete primeros años, sólo desestimó la demanda. Nunca declaró inconstitucional la ley impugnada, lo cual también refleja sus reales limitaciones como un ente protector de la constitucionalidad.

 

            Gran contraste con la hiperactiva segunda etapa, que arranca en 1990, resolviendo demandadas arrastradas de atrás, entre ellas contra una ley de Alan García que expropió un terreno en Chanchamayo. Fue presentada por el Fiscal de la Nación, doctor Catacora Gonzáles; y la resolución, expedida en agosto de 1990, fue la primera que declaró fundada, por fin, una demanda de inconstitucionalidad. A partir de entonces, el TGC agarró pista y se embaló, dispuesto a enfrentar la catarata de normas de dudosa constitucionalidad que ya expedía Fujimori. En menos de dos años, declaró la inconstitucionalidad parcial de como cinco normas, entre ellas los decretos legislativos 650 y 651, referidos a la Ley de Compensación por Tiempos de Servicios y a la invasión del gobierno a la competencia municipal para regular el transporte público. Lejos de su indefinición anterior, el TGC formó resolución en todas las demandas que conoció; y si dejó varias otras sin resolver, como cinco o seis ya admitidas, fue por el golpe del 5 de abril, que lo disolvió manu militari.

 

              Con el golpe, el clima reinante era de total adversidad al TGC. Se le acusó de estar politizado y del poco jurídico argumento de “paralizar la reforma económica”, sin ni siquiera ver que solo declararon inconstitucional de forma parcial esas normas. Yo les quiero decir que sí habían magistrados que tenían origen político-partidario, sí; pero lo que hay que analizar son sus fallos, sus resoluciones, y a mi juicio no tenían nada de politizados, como se explica con detalle, sentencia a sentencia, en el estudio que se les ha entregado en la recepción...Bueno, bajo ese clima autoritario y anticontrol sesionó el CCD. El anteproyecto de Cambio 90-Nueva Mayoría no lo preveía y le daba el control constitucional a una sala de la Corte Suprema. Su introducción se produjo casi al final del debate, por presión ciudadana, pero le introdujo interesantes novedades. Si se le compara con el TGC de 1979, el TC fue mejorado como institución en varios aspectos. Algo que no podemos negar quienes somos críticos de esta nueva Constitución.

 

Primero amplió ligeramente sus competencias de control. Lo habilitó a resolver en instancia definitiva las resoluciones denegatorias de acciones de garantía, ya no en casación, sino sobre el fondo. También le introdujo un rol arbitral, que es la contienda de competencia, como el doctor Paniagua lo irá a explicar. Y colocó a los decretos de urgencia y las ordenanzas municipales entre las normas a impugnarse por acción de inconstitucionalidad.

 

            También amplió los sujetos legitimados para interponer acción de inconstitucionalidad, haciéndolo mas accesible. Aunque eliminó a la Corte Suprema, bajó el requisito de acceso de la minoría parlamentaria (del tercio al 25% de miembros del Congreso) y de la demanda ciudadana: de cincuenta mil firmas a cinco mil. Y legitimó a otros actores, como el Defensor del Pueblo, el presidente de Región, el alcalde provincial y los colegios profesionales en materias de su competencia. También distinguió el tipo de normas a impugnar. La ordenanza debía impugnarla el 1% de ciudadanos del municipio respectivo.    

 

Como crítica principal está el hecho de que a sus siete miembros, dos menos que el TGC, los designe el Congreso. Exige una mayoría de 2/3 de votos del Congreso, lo que sobrepasaría a una sola agrupación, pero, como son siete los que deben nombrarse, esa valla se subsanaría con transacciones bajo la mesa. Aclaremos: la elección congresal era una opción del constituyente y es un método válido en otras latitudes, pero aquí, designar a los magistrados por el Congreso, contradecía la preocupación respecto a la “politización” del TGC, salvo que la real intención del CCD fuera garantizar la subordinación del nuevo tribunal a los intereses de la mayoría parlamentaria y del gobierno para el cual ésta actuaba. 

 

            A fines de 1994, su ley orgánica completó la faena. Le exigió al TC reunir el voto de seis de sus siete miembros para declarar fundada la demanda de inconstitucionalidad; una votación hipercalificada, difícil de lograr. La labor del CCD era netamente obstruccionista. Si ya sabían que la votación de 6/9, seis de nueve, perjudicó al Tribunal de Garantías, era evidente que colocarle una votación mas difícil aun, de 6/7, seis de siete miembros, crearía un perjuicio mayor. El propósito de bloquear al tribunal como órgano de control quedó manifiesto con la forma como ese mismo artículo cuarto de la ley orgánica, tan famoso, le hace surtir efectos resolutivos desestimatorios al tribunal, si no reúne los seis votos conformes. Antes, si el TGC no reunía los seis votos, no pasaba nada. La ley impugnada seguía vigente pero podía ser nuevamente impugnada. Con esta ley, si el TC no reunía los seis votos, debía entenderse que el tribunal declaraba infundada la demanda y que resolvía a favor de la constitucionalidad de la ley demandada.

 

            Una trampa perfecta. Como sucedió en varios casos, como con la ley antireferendum contra la que ustedes lucharon, dos magistrados tuvieron voto decisivo y resolutivo, imponiéndose sobre la mayoría del tribunal, compuesta por los otros cinco magistrados. Si esos dos magistrados gobiernistas votaban por declarar infundada la demanda, esa sería la opinión corporativa de todo el tribunal. No había mas remedio. Como ya no podía reunir seis votos para declararla inconstitucional, se entendía que el tribunal decidió declarar esa ley impugnada como plenamente constitucional. De esta forma, la ley orgánica convirtió la demanda de inconstitucionalidad en un boomerang. Ahí radicó la trampa. Cada vez que la oposición, ilusamente, recurría al tribunal a demandar una ley manifiestamente inconstitucional, en realidad abría un trámite por el cual esos dos magistrados –con su opinión minoritaria- absolverían en forma definitiva toda discusión sobre su validez, dándole el título inmerecido, pero definitivo e inapelable, de ley plenamente constitucional.

 

              Un mínimo balance comparativo de ambas experiencias no podrá ignorar el carácter obstruccionista de sendas leyes orgánicas, agravado de modo deliberado, cual diseño arquitectónico, en este famoso artículo cuarto, que consagró el voto resolutivo de los 6/7 y la constitucionalidad de la norma, si no reunía los seis votos. Que el Tribunal Constitucional no es malo per se, lo confirma una ucronía, fácil de hacer por todos nosotros. Si la ley orgánica hubiese dispuesto que este Tribunal Constitucional, con García Marcelo y con estos mismos magistrados, hubiese resuelto por cinco votos, que es la mayoría absoluta de sus miembros, la primera demanda, que interpuso aquí el Colegio de Abogados de Arequipa contra la Ley de Coordinación Judicial, habría sido declarada inconstitucional in totum y no sólo en algunas partes, que son poco significativas, como lo resolvió por la forzosa y poco honrosa unanimidad de los siete miembros. Y a esa primera declaración de inconstitucionalidad, le habrían seguido otras, como en el caso de la ley anti referéndum que ustedes conocen muy bien, cumpliendo así, con los mismos magistrados, repito, un efectivo rol protector de la constitucionalidad.

 

En mi particular opinión, ese esfuerzo protector de la constitucionalidad lo confirmó el artificio de aplicar el control difuso a la inconstitucional ley de re-reelección, método válido, bajo estas condiciones, para cumplir con preferir la Constitución a la ley, y saltarse el artículo cuarto, que habría ocasionado la forzosa constitucionalización de tan monstruosa ley reeleccionista, aun contra la voluntad unánime de los tres únicos magistrados habilitados para resolver.

 

            Podemos verlo desde otro ángulo. Omar Cairo, joven profesor de la Universidad  de Lima y la Universidad Católica ha planteado un ejemplo muy claro. Supongamos que el Defensor del Pueblo, que está legitimado por la Constitución para interponer la acción de inconstitucionalidad, va a presentar una demanda, y el Congreso, al que no le convenía esa demanda, le dicta una ley abiertamente inconstitucional, que le cercena esa facultad. Si la demanda llega al tribunal, ¿qué deben hacer los magistrados? Tienen dos caminos. Uno, rechazar la demanda por inadmisible, sometiéndose a esa ley en tanto está vigente, aunque sea inconstitucional. Así opinó un magistrado de este tribunal de la ley de seis votos: tenía que someterse a ella, aunque sea inconstitucional, como si no supiera que sólo debe someterse a la Constitución y no a las leyes. El otro camino, que Cairo recomienda, era aplicar el control difuso y declarar inaplicable esa ley que mutila la facultad del Defensor del Pueblo, como preámbulo para resolver el fondo de la acción presentada por este importante funcionario público. Veo, por la forma como mueven sus cabezas, que están plenamente de acuerdo con esta posición.

 

Al comenzar esta conferencia, elaborada sobre la marcha por la ausencia del profesor Landa, hablamos sobre la actitud valerosa de los jueces peruanos frente a los regímenes autoritarios de Leguía y Benavides. De igual forma hay que considerar, al término de esta charla, la actitud resuelta del Tribunal de Garantías en su segunda etapa, breve pero muy activa, entre 1990 y 1992, como la agonizante lucha asumida por los tres valerosos magistrados del Tribunal, pese a la trampa legal de los seis votos y pese al amenazante contexto autoritario que vivimos.