La opinión pública - Karl Popper

20.11.2016 20:34

LA OPINIÓN PUBLICA Y LOS PRINCIPIOS LIBERALES (*)

Karl Popper

 

Las siguientes observaciones estaban destinadas a suministrar material para debate en una conferencia internacional de liberales (en el sentido inglés de este término: ver el final del Prefacio). Mi propósito era simplemente establecer los fundamentos para una buena discusión general. Puesto que podía suponer opiniones liberales en mi auditorio, me dediqué principalmente a poner en tela de juicio, en lugar de suscribir, las presuposiciones populares favorables a esas opiniones.

 

1. EL MITO DE LA OPINIÓN PUBLICA

 

Debemos tomar conciencia de una serie de mitos concernientes a la “opinión pública” que a menudo son aceptados sin crítica.

 

Está, en primer término, el mito clásico, vox populi vox dei, que atribuye a la voz del pueblo una especie de autoridad final y sabiduría ilimitada. Su equivalente moderno es la fe en la justeza suprema del sentido común de la figura mítica que es “el hombre de la calle”, en su voto y en su voz. Es característica en ambos casos la supresión del plural. Pero gracias a Dios las personas raramente coinciden; y los diversos hombres de las diversas calles son tan diferentes como una colección de P.M.I  (personas muy importantes) en un salón de conferencias. Y si en alguna ocasión hablan más o menos al unísono, lo que dicen no es necesariamente juicioso. Pueden tener razón o pueden estar equivocadas. “La voz” puede ser muy categórica en temas muy dudosos. (Ejemplo: La casi unánime e indiscutida aceptación de la exigencia de “rendición incondicional”.) Y puede oscilar en problemas que no dejan lugar a dudas. (Ejemplo: La cuestión de perdonar o no el chantaje político y el asesinato en masa.) Puede ser bien intencionada, pero imprudente. (Ejemplo: La reacción pública que anuló el plan Hoare-Laval.) O puede no ser bien intencionada ni muy prudente. (Ejemplo: La aprobación de la misión Runciman; la aprobación del pacto de Munich de 1938.).

 

Creo, sin embargo, que hay un fondo de verdad oculta en el mito de la vox populi. Se lo podría formular de esta manera: a pesar de la limitada información de que disponen, muchos hombres simples son más juiciosos que sus gobiernos; y si no más juiciosos, por lo menos inspirados por mejores o más generosas intenciones. (Ejemplo: La disposición a luchar del pueblo checoslovaco, en vísperas de Munich; la reacción Hoare-Laval, nuevamente.).

 

Una forma del mito –o quizás de la filosofía que está detrás del mito- que me parece de particular interés e importancia es la doctrina de que la verdad es manifiesta. Me refiero a la doctrina según la cual, si bien el error es algo que necesita ser explicado (por la falta de buena voluntad, o por la parcialidad o por el prejuicio), la verdad siempre se da a conocer, mientras no se la suprima. Así surge la creencia de que la libertad, al barrer con la opresión y otros obstáculos, debe conducir necesariamente a un Reinado de la Verdad y el Bien, a “un Elíseo creado por la razón y agraciado por los placeres más puros del amor a la humanidad”, según las palabras finales de la obra de Condorcet Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano.

 

He simplificado intencionalmente este importante mito, que también puede ser formulado así: “Nadie que se enfrente con la verdad puede dejar de reconocerla.” Propongo llamarlo “la teoría del optimismo racionalista”. Es una teoría que la Ilustración comparte, con la mayoría de sus consecuencias políticas y sus represiones intelectuales. Como el mito de la vox populi, es otro mito de la voz única. Si la humanidad es un Ser que debemos adorar, entonces la voz unánime de la humanidad debe ser nuestra autoridad final. Pero sabemos que esto es un mito y hemos aprendido a desconfiar de la unanimidad.

 

Una reacción contra este mito racionalista y optimista es la versión romántica de la teoría de la vox populi, la doctrina de la autoridad y univocidad de la voluntad popular, de la “volonté générale”, del espíritu del pueblo, del genio de la nación, del espíritu del pueblo, del genio de la nación, del espíritu del grupo o del instinto de la sangre. No necesito repetir aquí la crítica que Kant y  otros –entre ellos, yo mismo- han dirigido contra esas doctrinas de la aprehensión irracional de la verdad que culmina en la doctrina hegeliana de la astucia de la razón que usa nuestras pasiones como instrumentos para la aprensión instintiva o intuitiva de la verdad; y que hace imposible que el pueblo se equivoque, especialmente si sigue el dictado de sus pasiones y no el de su razón.

 

Una variante importante y aún muy influyente de ese mito es el del progreso de la opinión pública, que no es sino el mito de la opinión pública del liberal del siglo XIX. Se lo puede ilustrar citando un pasaje del libro de Anthony Trollope Phincas Finn, sobre el cual me ha llamado la atención el Profesor E. H. Gombrich. Trollope describe el destino de una moción parlamentaria en defensa de los derechos de los arrendatarios irlandeses. Se produce la división y el ministro es derrotado por una mayoría de veintitrés votos. “Y ahora –dice Mr. Monk, miembro del Parlamento- la lástima es que no estamos ni una pizca más cerca de los derechos de los arrendatarios que antes.”

 

“Sin embargo, estamos más cerca.”. “En cierto sentido, sí. Ese debate y esa mayoría harán pensar a los hombres. Pero no, pensar es una palabra demasiado fuerte: por lo general los hombres no piensan. Pero les hará creer que hay algo en la cosa. Muchos que antes consideraban quimérica la legislación sobre la cuestión, ahora imaginará que sólo es peligrosa o, quizás, simplemente difícil. Y así, con el tiempo, se la llegará a contar entre las cosas posibles y luego entre las cosas probables. Por último, se la incluirá en la lista de esas medidas que el país exige como absolutamente necesarias. Es así como se forma la opinión pública.”

 

“No es una pérdida de tiempo –dijo Phineas- haber dado el primer gran paso para formarla.”. “El primer gran paso fue dado hace tiempo –respondió Mr. Monk- por hombres que fueron considerados como demagogos revolucionarios y casi como traidores, por haberlo dado. Pero es una gran cosa dar cualquier paso que nos lleve adelante.”

 

La teoría expuesta por el miembro del Parlamento y radical-liberal Mr. Monk podría ser llamada la “teoría de la vanguardia de la opinión pública”, o teoría del liderazgo de los progresistas. Es la teoría de que hay líderes o creadores de la opinión pública que –mediante libros, panfletos y cartas a The Times  o mediante discursos y mociones parlamentarios- logran que ciertas ideas rechazadas en un principio sean luego debatidas y, finalmente, aceptadas. Se concibe a la opinión pública como una especie de respuesta pública a los pensamientos y esfuerzos de esos aristócratas del espíritu que crean nuevos pensamientos, nuevas ideas y nuevos argumentos. Se la concibe como lenta, un poco pasiva y conservadora por naturaleza, pero sin embargo capaz, finalmente, de discernir intuitivamente la verdad de las afirmaciones de los reformadores, como el árbitro lento, pero definitivo y autorizado, de los debates de la élite. Sin duda, se trata de otra forma de nuestro mito, por mucho que la realidad inglesa pueda parecer adecuarse a el, a primea vista. Sin duda, a menudo las aspiraciones de los reformadores han alcanzado el éxito de esa manera. Pero ¿sólo tuvieron éxito las aspiraciones válidas”. Me inclino a creer que, en Gran Bretaña, no es tanto la verdad de una afirmación o lo juicioso de una propuesta lo que permite conquistar el apoyo de la opinión pública para una política determinada como el sentimiento de que hay una injusticia que puede y debe ser rectificada. Lo que describe Trollope es la característica sensibilidad moral de la opinión pública y la manera en que a menudo se la ha despertado; su intuición de la injusticia más que su intuición de la verdad fáctica. Hasta qué punto la descripción de Trollope puede ser aplicada a otros países es discutible; y sería peligroso suponer que aún en Gran Bretaña la opinión pública seguirá siendo tan sensible como en el pasado.

 

2. LOS PELIGROS DE LA OPINIÓN PUBLICA

 

La opinión pública  (sea cual fuere) es muy peligrosa. Puede cambiar gobiernos, hasta gobiernos no democráticos. Los liberales deben considerar un poder semejante con cierto grado de sospecha.

 

Debido a su anonimato, la opinión pública es una forma irresponsable de poder y, por ello, particularmente peligrosa desde el punto de vista liberal. (Ejemplo: Las barreras de color y otros problemas raciales.)  El remedio en una dirección es obvio: al reducir al mínimo el poder del Estado, se reducirá el peligro de la influencia de la opinión pública que se ejerce a través del Estado. Pero esto no asegura la libertad de la conducta y el pensamiento del individuo de la presión directa ejercida por la opinión pública. En este aspecto, el individuo necesita la poderosa protección del Estado. Estos requisitos antagónicos pueden ser reconciliados, al menos parcialmente, por un cierto tipo de tradición. Volveremos a este problema más adelante.

 

La doctrina de que la opinión pública no es irresponsable, sino de algún modo “responsable ante sí misma” –en el sentido de que sus errores tienen consecuencias que caen sobre el público que defiende la opinión equivocada- es otra forma del  mito colectivista de la opinión pública: la propaganda equivocada de un grupo de ciudadanos puede fácilmente dañar a otro grupo.

 

3. LOS PRINCIPIOS LIBERALES: UN GRUPO DE TESIS

 

(1) El Estado es un mal necesario: sus poderes no deben multiplicarse más allá de lo necesario. Podría llamarse a este principio la “navaja liberal”. (En analogía con la navaja de Occam, o sea el famoso principio de que no se debe multiplicar las entidades o esencias más allá de lo necesario.)

 

Para demostrar la necesidad del Estado no apelo a la concepción del hombre sustentada por Hobbes: homo homini lupus. Por el contrario, puede demostrarse su necesidad aun si suponemos que homo homini felis y hasta que homo homini angelus, en otras palabras, aun si suponemos que –a causa de su dulzura o de su bondad angélica-  nadie perjudica nunca a nadie. Aun en tal mundo habría hombres débiles y fuertes, y los más débiles no tendrían ningún derecho legal a ser tolerados por los más fuertes, sino que tendrían que agradecerles su bondad al tolerarlos. Quienes (fuertes o débiles) piensen que éste es un estado de cosas insatisfactorio y que toda persona debe tener derecho a vivir y el derecho a ser protegido contra el poder del fuerte, estará de acuerdo en que necesitamos un Estado que proteja los derechos de todos.

 

Es fácil comprender que el Estado es un peligro constante o (como me he aventurado a llamarlo) un mal, aunque necesario. Pues para que el Estado pueda cumplir su función, debe tener más poder que cualquier ciudadano privado o cualquier corporación pública; y aunque podamos crear instituciones en las que se reduzca al mínimo el peligro del mal uso de esos poderes, nunca podremos eliminar completamente el peligro. Por el contrario, parecería que la mayoría de los hombres tendrá siempre que pagar por la protección del Estado, no sólo en forma de impuestos, sino hasta bajo la forma de la humillación sufrida, por ejemplo, a causa de funcionarios prepotentes. El problema es no tener que pagar demasiado por ella.

 

(2) La diferencia entre una democracia y una tiranía es que en la primera es posible sacarse de encima el gobierno sin derramamiento de sangre; en una tiranía, eso no es posible.

 

(3) La democracia como tal no puede conferir beneficios al ciudadano y no debe esperarse que lo haga. En realidad, la democracia no puede hacer nada; sólo los ciudadanos de la democracia pueden actuar (inclusive, por supuesto, los ciudadanos que integran el gobierno). La democracia no suministra más que una armazón dentro de la cual los ciudadanos pueden actuar de una manera más o menos organizada y coherente.

 

(4) Somos demócratas, no porque la mayoría tenga siempre razón, sino porque las tradiciones democráticas son las menos malas que conocemos. Si la mayoría (o la “opinión pública”) se decide a favor de la tiranía, un demócrata no necesita suponer por ello que se ha revelado alguna inconsistencia fatal en sus opiniones. Debe comprender, más bien, que la tradición democrática no es suficientemente fuerte en su país.

 

(5) Las instituciones solas nunca son suficientes si no están atemperadas por las tradiciones. Las instituciones son siempre ambivalentes, en el sentido de que, en ausencia de una tradición fuerte, también pueden servir al propósito opuesto al que estaban destinadas a servir. Por ejemplo, se supone que una oposición parlamentaria debe impedir, hablando en términos generales, que la mayoría robe el dinero de los contribuyentes. Pero recuerdo bien una situación que se dio en un país del suroeste de Europa que ilustra el carácter ambivalente de esta institución. En ese país, la oposición compartió el botín con la mayoría.

 

Para resumir: las tradiciones son necesarias para establecer una especie de vínculo entre las instituciones y las intenciones y evaluaciones de los hombres.

 

(6) Una Utopía Liberal – esto es, un Estado racionalmente planeado a partir de una tabula rasa sin tradiciones- es una imposibilidad. Pues el principio liberal exige que las limitaciones a la libertad de cada uno que la vida social hace necesarias deben ser reducidas a un mínimo e igualadas todo lo posible. (Kant). Pero, ¿cómo podemos aplicar a la vida real un principio a priori semejante? ¿Debemos impedir a un pianista que estudie o debemos privar a su vecino de una siesta tranquila? Esos problemas sólo pueden ser resueltos en la práctica apelando a las tradiciones y costumbres existentes y a un tradicional sentido de justicia; a la ley común como se la llama en Gran Bretaña, y a la apreciación equitativa de un juez imparcial. Por ser principios universales, todas las leyes deben ser interpretadas para que se las pueda aplicar; y una interpretación requiere algunos principios de práctica concreta, principios que sólo una tradición viva puede suministrar. Y esto es especialmente cierto con respecto a los principios sumamente abstractos y universales del liberalismo.

 

(7) Los principios del liberalismo pueden ser considerados como principios para evaluar y, si es necesario, para modificar o reformar las instituciones existentes, más que para reemplazarlas. También se puede expresar esto diciendo que el liberalismo es más un credo evolucionista que revolucionario (a menos que se esté frente a un régimen tiránico).

 

(8) Entre las tradiciones que debemos considerar más importantes se cuenta la que podríamos llamar el “marco moral” (correspondiente al “marco legal” institucional) de una sociedad. Este marco moral expresa el sentido tradicional de justicia o equidad de la sociedad, o el grado de sensibilidad moral que ha alcanzado. Es la base lo que hace posible lograr un compromiso justo o equitativo entre intereses antagónicos, cuando ello es necesario. No es inmutable en sí mismo, por supuesto, pero cambia de manera relativamente lenta. Nada es más peligroso que la destrucción de este marco tradicional. (El nazismo trató conscientemente de destruirlo.) Su destrucción conduce, finalmente, al cinismo y al nihilismo, es decir, al desprecio y la disolución de todos los valores humanos.

 

4. LA TEORÍA LIBERAL DE LA LIBRE DISCUSIÓN

 

La libertad de pensamiento y la libre discusión son valores liberales supremos que no necesitan, realmente, ulterior justificación. Sin embargo, también se los puede justificar pragmáticamente sobre la base del papel que desempeñan en la búsqueda de la verdad.

 

La verdad no es manifiesta, y no es fácil llegar a ella. La búsqueda de la verdad exige, al menos,

 

(a) imaginación,

(b) ensayo y error,

(c) el descubrimiento gradual de nuestros prejuicios a través de (a), (b) y de la discusión crítica.

 

La tradición racionalista occidental, que deriva de los griegos, es la tradición de la discusión crítica, del examen y la testación de proposiciones o teorías mediante intentos por refutarlas. No hay que confundir este método crítico racional con un método de prueba, es decir, con un método para establecer definitivamente la verdad; tampoco es un método que asegure siempre el acuerdo. Su valor reside, más bien, en el hecho de que los participantes de una discusión cambiarán de opinión, en cierta medida, y se separarán un poco más sabios.

 

A menudo se afirma que la discusión sólo es posible entre personas que tienen un lenguaje común y que aceptan suposiciones básicas comunes. Creo que esto es un error. Todo lo que se necesita es la disposición a aprender del interlocutor en la discusión, lo cual incluye un genuino deseo de comprender lo que éste quiere decir. Si existe esta disposición, la discusión será tanto más fructífera cuanto mayor sea la diferencia de los puntos de partida de los interlocutores. Así, el valor de una discusión depende en gran medida de la variedad de las opiniones rivales. Si no hubiera habido ninguna Torre de Babel, “deberíamos inventarla. El liberal no sueña con un perfecto acuerdo en las opiniones; sólo desea la mutua fertilización de las opiniones y el consiguiente desarrollo de las ideas. Aun cuando resolvamos un problema con la universal satisfacción, al resolverlo creamos muchos nuevos problemas acerca de los cuales es probable que discrepemos. Y esto no debe lamentarse.

 

Aunque la búsqueda de la verdad a través de la libre discusión tradicional es un asunto público,  de ella no resulta la opinión pública (sea esto lo que fuere). Aunque la opinión pública pueda recibir la influencia de la ciencia y pueda juzgar a la ciencia, no es el producto de la discusión científica.

 

Pero la tradición de la discusión racional crea, en el campo político, la tradición de gobernar por la discusión y, con ella, el hábito de escuchar el punto de vista de otro, el desarrollo del sentido de la justicia y la predisposición al compromiso.

 

Nuestra esperanza es, por ende, que las tradiciones, al cambiar y desarrollarse bajo la influencia de la discusión crítica y en respuesta al desafío que lanzan los nuevos problemas, puedan remplazar a gran parte de lo que se llama habitualmente la “opinión pública” y asuman las funciones que, según se supone, ésta cumple.

 

5. LAS FORMAS DE LA OPINIÓN PUBLICA

 

Hay dos formas principales de la opinión pública: la institucionalizada y la no institucionalizada.

 

Ejemplos de instituciones que sirven a la opinión pública o la influyen: la prensa (Inclusive las Cartas al Director), los partidos políticos, las sociedades como la Mont Péñerin, las universidades, las editoriales, las radios, el teatro, el cine, la televisión, etcétera.

 

Ejemplos de opinión pública no institucionalizada: lo que la gente dice en los trenes y en otros lugares públicos acerca de las últimas noticias, o acerca de los extranjeros, o acerca de los “hombres de color”; o lo que las personas se dicen unas a otras en la mesa. (Esto hasta puede llegar a estar institucionalizado.)

 

8. RESUMEN

 

Esa entidad intangible y vaga llamada opinión pública a veces revela una sagacidad sin rebuscamiento, o más a menudo, una sensibilidad moral superior a la del equipo gobernante. Sin embargo, constituye un peligro para la libertad si no está moderada por una fuerte tradición liberal. Es peligrosa como árbitro del gusto e inaceptable como árbitro de la verdad. Pero a veces puede asumir el papel de un ilustrado árbitro de la justicia. (Ejemplo: la liberación de los esclavos en las colonias británicas.) Desgraciadamente, puede ser “administrada”. Sólo es posible contrarrestar estos peligros reforzando la tradición liberal.

 

Debe distinguirse la opinión pública de la publicidad de la discusión libre y crítica que es (o debería ser) la norma en ciencia, y que incluye la discusión de problemas de justicia y otros temas morales. La opinión pública recibe la influencia de las discusiones de este tipo, pero no es el resultado de ellas, ni está bajo su control. Su influencia benéfica será tanto mayor cuanto más honestas, simples y claras sean tales discusiones.

 

(*) Texto extraído del libro: El Desarrollo del Conocimiento Científico. Conjeturas y refutaciones. Karl R. Popper.