La falacia de la justicia - Fernando Savater

20.11.2016 20:32

LA FALACIA DE LA JUSTICIA

Fernando Savater

 

Hay que hacer Justicia, en eso parece que todo el mundo está de acuerdo. Hacerla o imponerla: la Justicia es algo particularmente artificioso, algo que, desde luego, en modo alguno se da. La Justicia es la gran coartada del Todo, junto con la seguridad. Se vive en sociedad, plegado cada uno a las exigencias del Todo, para alcanzar mayor seguridad respecto a los peligros y azares “naturales” y para lograr que se borre la primitiva injusticia, la que hacía que cada cual no tuviese lo suyo sino que todo estuviese a merced del más fuerte. Goethe señaló tranquilamente -con inacabable escándalo de los progresistas desde hace ciento ochenta años- que, por su parte, prefería la injusticia al desorden. Se le responde ferozmente: Fiat Iustitia, pereat mundus! El problema es interesante para Goethe, si no hay orden, no hay sociedad y, si no hay sociedad, es absurdo hablar de justicia o injusticia. Debe haber orden para que pueda haber, al menos, injusticia, que ya es algo más alto que la inexistencia de la posibilidad misma de juzgar respecto a Derecho. En último término, Goethe era lo suficientemente lúcido como para saber que donde hay justicia tienen que haber también algo de injusticia: una situación perpetua e inequívocamente justa anularía la entidad misma del Derecho1. Como señaló cierta vez Cioran: “En último extremo, se puede gobernar a veces sin crímenes; sin injusticias, nunca.” Decir que se prefiere la injusticia al desorden viene a equivaler, sencillamente, a decir que se prefiere que haya Derecho a que no lo haya.

 

Ahora bien, frente a esta postura está la postulación absoluta de justicia, en la que coincide el ilustrado Voltaire protestando al cielo por el terremoto de Lisboa y el rey persa azotando con cadenas el mar que acababa de destrozar su puente de barcos. Esta aproximación no es gratuita: algo muy importante une al filósofo de las luces y al déspota. Se trata, en ambos casos, de que la Justicia no deje nada fuera de sí, de que recubra no sólo toda la estructura social, sino los mares y selvas hasta la entraña misma de la tierra. La Ley ya no sólo es lo que marca la fundación de la Ciudad, sino el orden mismo del cosmos. El pacto social recubre como una lepra normativa el universo entero. Pero la Ley se ha hecho tan omnicomprensiva precisamente porque ya no está enraizada donde solía, en los míticos orígenes de una comunidad circunscrita y concreta. Ahora la Ley es absoluta porque se ha hecho abstracta, caprichosa: vale para todos, para el Todo, porque no brota de una comunidad o una tradición, sino de una decisión o un concepto. La justicia en la cabeza razonante de Voltaire ya no conoce límites y puede dictar sus sanciones tanto en el caso Calas como en los seísmos; la Justicia en el pecho arrebatado del déspota persa no conoce más límites que los plenamente imperiales de la voluntad de mando del monarca, que se siente señor de hombres, tierra y mar. Antes, la Ley era una sinuosa historia, venida de lo remoto y lo ajeno, que nadie tenía derecho a manipular, cambiar ni siquiera a entender del todo y según la cual ciertos dioses, ciertos animales y ciertos paisajes ajustaban sus relaciones: cuando algo fallaba, se acumulaban sacrificios expiatorios hasta que la comunidad se sentía pura de nuevo. No había ningún concepto de lo justo y de lo injusto en sí, fuera de un concreto uso, de un mito o una leyenda seculares, cuya esencia, obviamente, permanecía inescrutable; se admitía, quizá con cierta extrañeza pero sin escándalo, que lo justo en otras tierras y entre otros hombres fuese algo distinto. Pero cuando la Ley se desenraiza de la trascendencia religiosa o legendaria y se fija en la claridad manipulable, revocable, de la razón o en la decisión imperiosa del tirano, ya no conoce límite ni hay frente a sus exigencias resguardo alguno.

 

¿Está la Justicia por encima de la sociedad que la permite, dentro de la cual cobra su sentido? Han sido precisamente quienes han interiorizado en la razón humana el fundamento de la Ley los que al mismo tiempo parecen querer ponerla por encima de cualquier manifestación concreta del Poder. Una vez desmitificada la Ley -muerto el Dios trascendente que la garantizaba- parece que la postura más cuerda es la de Goethe, negándose a dar valor absoluto a la Justicia y dándoselo, en cambio, al Orden Total dentro del cual ésta se manifiesta. La cuestión, naturalmente, es muy importante, porque si el Poder ya no tiene nada sobre sí, ni un Dios ni una Ley tradicional e irrevocable, si es auténtico Poder “sans foi ni loi”, se abre la puerta a las más ilimitadas formas de autocracia y despotismo. Pero lo que se pretendía es precisamente lo contrario, se quería quitar a la Ley su carácter supersticioso e irracional y adecuar el Derecho plenamente a las necesidades racionalmente establecidas de la sociedad. Y, sin embargo, el resultado no puede ser más opuesto, pues entonces se entrega el fundamento mismo del Derecho a una instancia cuyo propio carácter inteligible la hace discutible y, ante todo, la somete a una decisión determinada del Poder: lo que se buscaba era poner una Ley perfectamente clara y neta por encima del Poder, para limitarlo y controlarlo, pero en realidad se ha entregado la decisión de qué es y qué no es justo al Poder mismo. Y éste, como es sabido, nunca falla en contra suya. Se dice que esa decisión del Poder le ata a partir del momento en que la ha tomado: pero sabemos que no hay Ley irrevocable, ni Derecho que no pueda discutirse como propio de los intereses de una clase o de una determinada concepción del mundo. Una nueva composición del Poder y éste dictará una nueva Ley a la cual él mismo promete someterse, mientras le convenga.

 

Bertrand de Jouvenel resume así la situación: “¿En qué círculo vicioso nos hallamos encerrados? La autoridad política debe ser justa, es decir, debe actuar según el Derecho. Pero el Derecho no es, se nos dice, más que un conjunto de reglas dictadas por ella misma. La autoridad que hace leyes es, pues, siempre justa, por definición” (Du Pouvoir). Para una sociedad verdaderamente laica, o , mejor, conscientemente atea, no parece haber otro planteamiento honrado de la cuestión.

La visión tradicional de la civitas terrena que tenía el pensamiento cristiano medieval, como sometida a las eternas leyes dictadas por la civitas dei, ponía fuera y encima del Estado positivo la Justicia a cuyo cumplimiento éste debía, ante todo, dedicarse. “El cristianismo (ya lo hacía la Stoa) niega la pretensión del Estado de constituir el último y supremo fin de toda la comunidad humana; lo considera como un orden “puramente externo”, como el orden de la espada, que ha de dejar espacio (e, incluso, en la Alta Edad Media, ha de someterse) a la comunidad, basada en las creencias del corpues christianum. De otra parte, ha de poner su espada al servicio del Derecho, para asegurar la paz interna y externa, pues la idea de iustitia, de la justicia (entendida como último fundamento de toda construcción jurídica) procede del mismo Dios y es, por lo tanto, sagrada y eterna” (Gerhard Ritter, El problema ético del poder). El Poder tiene, pues, que cuidarse de permanecer, al menos aparentemente, fiel a una incondicionada imagen de lo debido, imagen conservada y empleada contundentemente por el clero jurista. Pero esas leyes eternas no son, sencillamente, un cúmulo de abstracciones, sino que recubren y fortifican, por así decirlo, toda una suma de disposiciones concretísimas, normalmente usos tradicionales que consagran libertades y excepciones frente a las apetencias ilimitadas del Poder, dotándoles de la fuerza necesaria para resistir a éste. El Estado, “en primer lugar y ante todo, es realizador del derecho y sólo en segundo lugar detentador del poder. Realizador de un derecho que, en indivisible unidad, abarca principios eternos de justicia y normas positivas, altamente condicionadas por las circunstancias del tiempo, e incluso una infinita suma de privilegios privados” (Titter, op. Cit.). Gracias a esta sanción trascendental, los privilegios que limitan el Poder y condicionan sus aspiraciones al control absoluto deben ser respetados como si emanasen directamente del único poder que hay por encima del Poder Único. Y si el Estado no cumple estos preceptos, se convierte, sencillamente en un enemigo de la comunidad cristiana: “El Estado tiene que esforzarse por ser una verdadera comunidad jurídica, por realizar pacem et iustitiam; en cuanto no lo haga, no es otra cosa (en palabras de San Agustín) que un magno latrocinio” (Ritter, op. Cit.) Y en este caso, los súbditos se ven dispensados de rendirle acatamiento y vasallaje.

 

Pero la Ilustración acaba con este derecho a la rebelión, al menos cuando reflexiona lógicamente sobre sus propios presupuestos. Los rebeldes, cuando los hay, ya no tienen derecho a invocar una Justicia por encima del Estado Racional creador de Justicia; en todo caso, pueden considerarse representantes de un Estado futuro, ni más ni menos justo que el otro, pero aún no realizado y cuya primera disposición ha sido derogar la legitimidad del Estado anterior. Kant, poco sospechosos de obscurantismo y de abyecta conformidad con los déspotas, razona así la ilicitud de cualquier forma de rebelión contra el Poder establecido: “No hay contra el supremo legislador que es el Estado ninguna resistencia legítima por parte del pueblo; pues no hay estado jurídico posible más que gracias a la sumisión a la voluntad legislativa por parte de todos. No se puede, pues, admitir en manera alguna el derecho de sedición, y todavía menos el de rebelión... El deber que tiene el pueblo de soportar el abuso del poder supremo, incluso cuando éste parece insoportable, se funda sobre que no se debe nunca considerar la resistencia a la legislación soberana de otro modo que ilegal, e incluso como derivando toda constitución legal. Pues para que el pueblo fuese autorizado a la resistencia, haría falta previamente una ley pública que la permitiese, es decir, que haría falta que la legislación soberana contuviese una disposición por la cual ya no fuese soberana” (Metafísica de las costumbres, subrayado por mí, F.S.) En vano Hegel trató de colocar una imagen abstracta del Derecho, emanada directamente de la razón -“El Derecho consiste en que cada individuo sea respetado y tratado por otro como una esencia libre, pues solamente en esta medida el libre querer se toma a si mismo en otro como esencia y como contenido” (Propedéutica filosófica)-, por encima de todas las legislaciones positivas, pues antes, incluso, de que Marx lo demostrara, ya habrá la clara conciencia de que en tal derecho absoluto no había más, que el intento de devolver su perdido prestigio trascendente a una muy concreta forma de poder estatal. Mucho más aguda y convincente me parece, en cambio, la forma en que Nietzsche aborda la transformación del fundamento jurídico de que venimos hablando: “Necesidad de un derecho arbitrario. Los jurisconsultos disputan sobre si es el derecho más completamente profundizado por la reflexión o el derecho más fácil de comprender el que debe triunfar en un pueblo. El primero, cuyo modelo eminente es el derecho romano, parece serle al profano incomprensible y, por lo tanto, no ser la expresión de su sentimiento jurídico. Los derechos populares, por ejemplo los derechos germánicos, eran groseramente supersticiosos, ilógicos y, en parte, absurdos; pero respondían a costumbres y a sentimientos nacionales hereditarios bien determinados. Pero allí donde el derecho, como entre nosotros, no es ya una tradición, no puede ser más que un “imperativo” -una coacción-; nosotros no tenemos ya sentimiento del derecho tradicional y, por consiguiente, nos debemos contentar con derechos arbitrarios, expresiones de esta necesidad: que es preciso que haya un derecho. Lo más lógico es, entonces, en todo caso, lo más aceptable porque es “lo más imparcial”, aun concediendo que en todos los casos la unidad más pequeña en la relación de delito a pena está fijada arbitrariamente” (Humano, demasiado humano). Una arbitrariedad apoyada en la coacción y que utiliza la razonabilidad como coartada, para hacerse verosímil: frente a ella, no hay rebelión lícita imaginable, más que desde otro imperativo arbitrario del mismo corte. Poco más ha dejado la Ilustración del peso mítico de la Justicia, ese impedimento tradicional de los abusos de Poder.

 

Por esta vía volvemos, como puede suponerse, al tema de la auténtica raíz constituyente de los totalitarismos modernos, que no es en modo alguno simplemente económica, como quiere el marxismo ortodoxo, sino fundamentalmente política. Es una cuestión de teoría del Estado, un desarrollo lógico de los avatares modernos de la pretensión de igualar el Todo del Poder con el Todo de la Sociedad. En último término, deriva de las modificaciones sufridas por esa Ley que marca lo justo y lo injusto en el ámbito social, creando dicho ámbito en el momento mismo de promulgarse. Como ya hemos dicho repetidamente a través de este panfleto, en las sociedades tradicionales esa Ley no está dentro del círculo inteligible de lo humano, donde puede ser usurpada por el Poder, sino en un fuera hacia el que se remite la fundación mítica de lo social y desde donde se vigila en última instancia la extensión del Poder; allí se apela cuando una de las incidencias concretas del Estado pretende superponerse completa y violentamente a la diversidad de lo social y reducirla a un Todo Único absolutamente controlado. Por decirlo con las palabras de Marcel Gauchet: “El poder, si bien hace signos hacia un fuera que da sentido al ser social, no es él mismo ese fuera. No es eficaz precisamente para apuntar a él más que en la medida en que marca claramente que no lo ocupa. Está de su lado, pero no se ha pasado allí pura y simplemente. Está del lado de la legitimidad sin ser la Ley. Habla en nombre de la Ley, pero no se llama a sí mismo Ley y precisamente por esa separación continúa en la Ley. Es preciso que la Ley esté más allá de su representante o incluso de su encarnación en el mundo social para seguir siendo el significante de su orden que engloba el todo social” (L’experience totalitaire et la pensée de la politique). Ahora bien, está dentro del mismo desenvolvimiento del poder del Todo la ibrys de querer llegar a ocupar ese lugar cuyo vacío garantiza de algún modo su legitimidad pero también, ciertamente, su limitación. Sobre todo, cuando se desvanecen las validaciones religiosas, míticas o tradicionales de ese hueco de la Ley, como ocurre a partir del Renacimiento. La razón es total por vocación, no admite vanos ni repliegues en sombras; pero, creyendo descubrir en cada rincón oscuro la mano de la tiranía, introduce precisamente la opresión al iluminar lo vedado. Así ocurre precisamente en el totalitarismo, mucho más hijo de las luces revolucionarias del siglo XVIII que de los despotismos de la era más tenebrosa. “La ilusión totalitaria por excelencia es la voluntad de ocupar esa exterioridad radical desde la cual gobernar en nombre del saber absoluto sobre la sociedad retrotrayendo enteramente la Ley al espacio humano-social. Y más que ninguna otra, la tentativa totalitaria muestra hasta qué punto ese lugar es inocupable. Cuando el Poder se apodera de la Ley, se pretende la Ley, ya no hay Ley -constatación sobre la que se cierra, significativamente, El archipiélago Gulag. Un poder que, por su pretensión de saber, ya no indica algo más allá de él, un poder que rechaza el que haya alguna cosa fuera de sí mismo, disuelve literalmente el lazo social con la dimensión simbólica del espacio colectivo. Quizás es en parte una función del terror venir a llenar con la omnipresencia de la amenaza este desvainamiento de las referencias simbólicas. Lo social no logra ya hacerse perceptible a los individuos más que en la presión coercitiva”. (Marcel Gauchet, op. Cit.).

 

Esa aspiración a la transparencia total no es exclusiva de los totalitarismos: es la ambición ilustrada por excelencia, compartida también por todos los gobiernos democráticos modernos, aunque transfigurada o mitigada de un modo u otro. Los poderes totalitarios aceleran sencillamente un proceso que en otras formas de Estado se va desarrollando más paulatinamente. Por otra parte, la ambición ilustrada de conseguir la cohesión social por miedo de una aplicación absoluta de la Justicia, entendida como patrimonio de la razón humana, desemboca también en la coacción violenta en las formas actuales del terrorismo.. Es superfluo empeñarse aquí en distinguir entre terrorismo de Estado y terrorismo revolucionario, pues no hay más que terrorismo de Estado, es decir, pretensión de llegar a una forma de Justicia sin resquicios, aplicada al Todo y en la que la perdida legitimación religiosa de la transcendencia la brinden la violencia y el terror. Los delitos de sangre de motivación política son un confuso intento de devolver el fundamento exterior y mítico a la Ley de lo social, a la que el Estado ya no se somete. Sólo quien cree en un originario pacto social puede pensar que éste se ha roto y que un nuevo recurso a la violencia natural obligará a los hombres a rehacer, por encima de todo Poder, el reino de la Justicia: en el terrorismo son Rousseau y Hobbes quienes retornan, pero cabizbajos y arrepentidos.

 

Nietzsche dijo que el hombre es el animal capaz de prometer. En la sociedad moderna, que Tonnies opuso a la comunidad pre-estatal, la Justicia se reduce a la convención arbitraria, indefinidamente puesta en cuestión por la razón utilitaria que la fundamenta, que rige esas promesas de diversas prestaciones. Sobre el fondo convencional de una hostilidad general primigenia, se ciñen los contratos de los hombres, según el cuadro trazado por Ferdinand Tonnies: “La posibilidad de una relación social no presupone nada más que una pluralidad de personas nudas capaces de efectuar alguna prestación y, por consiguiente, de prometer algo. La sociedad como totalidad sobre la cual se extienda un sistema convencional de reglas es, por lo tanto, en virtud de su idea, ilimitada; a cada momento rebasa sus fronteras reales y sólo afirma a las demás hasta dónde y en tanto éstas puedan facilitarla; la relación de todos con todos, antes y fuera de la convención y, a su vez, antes y fuera de todo contrato especial, puede concebirse como hostilidad potencial o como guerra latente, fondo sobre el cual destacan luego todos los acuerdos de voluntades como otros tantos tratados y firmas de paz” (Comunidad y sociedad). Lo arbitrario de la convención se edifica sobre un fondo de guerra latente; si las promesas se traicionan -si alguien cree que hay dolo debajo de la ya discutible ley- volverá la violencia de todos contra todos. También cuando el Poder quiera convertirse en beneficiario y a la par establecedor de la convención, de tal modo que llegue a ser plenamente justo por decreto: sus adversarios carecerán de instancia superior en la que guarecerse de sus iras y, por más injusticia que se les haga, ellos seguirán encarnando positivamente la injusticia. La época ha sido y debe seguir siendo extraordinariamente propicia a una forma radical de desesperación política.

 

Pero en modo alguno se crea que me parece lamentable el proceso por la que la Ley trascendente de lo social Todo se ha interiorizado en el perímetro racional y convertido abiertamente en arbitrio del Poder. No, porque esta transición, además de dar paso al totalitarismo, permite también por primera vez realizar una crítica en profundidad de la función misma de la Ley del Todo. La situación en que el Todo se garantizaba desde una trascendencia mítica es -felizmente- irrecuperable; nuestra posición actual es particularmente violenta y peligrosa, pero abierta también a una revocación total antes inimaginable. En una palabra, la Ilustración se viene cumpliendo hasta ahora desde los presupuestos y necesidades del Poder, pero no está menos expedito el camino -Nietzsche lo señaló- de realizarla desde los planeamientos de la fuerza propia. Valga esta acotación para todos los casos en que contrapongo instituciones del pasado a las del presente como si, en cierto modo, prefiriese aquéllas a éstas: no, las posibilidades del presente -no las del futuro, ni mucho menos las del pasado- son las únicas que deben ser consideradas. El martillo de la historia sólo debe ser utilizado para demoler la ilusión del progreso -por eso hago hincapié en la perfección originaria de los ideales- y para liberar de la ganga de putrefacción consentida de lo pasado a las insólitas posibilidades de nuestro día. ¿Hará falta decir, además, que esta postura no tiene nada que ver con el optimismo?

 

La Justicia es una pura exigencia del mantenimiento del Todo: invocarla, sea contra quien sea, es solicitar la perpetuación del Estado. Creo que quien se ame a sí mismo sabe ya que se merece otra cosa, algo que a ojos de la Justicia pasa por ser profundamente injusto, precisamente porque es excelente2. Contra la Justicia del Todo, el simple y contundente dictamen de William Blake: “Una misma ley para el león y para el buey es opresión.” Es preciso extender una profunda desconfianza, más bien una abierta animadversión, contra todos los justicieros. Cuando más remota va siendo la imagen de la Ley trascendente de la vieja totalidad social, más claro va quedando lo que entienden por “restablecer un derecho” nuestros justicieros racionalistas: lo que ellos quieren es, sencillamente, castigar. Quien detenta el Poder aspira a mantener la Justicia, es decir, a castigar la pobreza, a castigar a los desdichados por serlo y a los explotados por estarlo, a castigar la locura, a castigar el sexo o la palabra que no canta loores, a justificar el trabajo como castigo del cielo y la guerra como castigo de la violencia “natural” que anida en todo hombre, mientras la protección policial absorbente se convierte en un castigo por nuestro afán de independencia y el crecimiento pregonado de la delincuencia castiga nuestra falta de identificación íntima con la Ley; por su parte, quien aspira justicieramente al Poder total entiende la revolución como un castigo de los ricos y opresores, como un insaciable castigo impuesto a la secular desigualdad del mundo y al egoísmo inagotable de cada cual: sobre todo eso, hacer la revolución para ajusticiar el egoísmo. Ambas posturas de la defensa de una Ley racional para el Todo coinciden en apreciar que la muerte es, a fin de cuentas, lo más justo para el hombre, el castigo por una primera desviación de la norma que no podía acabar bien. Contra estos justicieros, como también contra Voltaire y el rey persa por haberse atrevido a robar su sagrada inocencia a los elementos, escribió Nietzsche estas palabras: “Colaborad en una obra, vosotros que sois serviciales y bien pensados, ayudad a desterrar del mundo la idea de castigo que lo invade todo. Esta idea se ha introducido no sólo en las consecuencias de nuestro modo de obrar; y ¿qué habrá más nefasto ni más irracional que interpretar la causa y el efecto como falta y como castigo? Pero se ha hecho algo peor que eso todavía; se ha privado a los acontecimientos puramente fortuitos de su inocencia, sirviéndose de ese maldito arte de interpretación por la idea de castigo. ¡Se diría que lo que hasta aquí ha dirigido la educación de la humanidad ha sido la imaginación extravagante de los carceleros y los verdugos!” (Aurora).

 

La falacia de la justicia es: el Todo sabe lo que a cada parte corresponde por su acción y su pasión.