Justiniano - Arturo Uslar Pietri

20.11.2016 20:45

JUSTINIANO

Arturo Uslar Pietri

“La tentación de la tragedia”

 

(Conocí a Arturo Uslar Pietri en uno de los estantes de una tienda de libros usados -ahora llamada “El mundo del libro”, en la ciudad de Tacna- de propiedad de un personaje de nariz afilada y hablar sereno. Era una tienda de libros viejos esparcidos en los pisos, en las paredes, y en todos aquellos lugares donde se pudieran poner. Los principios de dicha tienda de libros se remontan a la historia de una joven mujer, de cabellos negros, trigueña y de dulce figura y cuerpo, que, venida de Lima, tendía en el suelo -en una de las veredas en las calles del cercado de Tacna, llamada la Esquina del movimiento- una veintena de libros de literatura y otros textos de moda, como los libros de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, entre otros, y allí, sin vergüenza y con amabilidad respondía a las preguntas de cuanto transeúnte interesado preguntaba sobre el costo de los libros. Los precios de aquellos eran baratísimos y en Tacna aún no había muchos locales o lugares donde se vendieran libros a esos precios. Puede decirse de ella –la vendedora- que fue la pionera de la venta de libros usados en Tacna, al menos en esa fecha -es decir la que traía un poco de cultura a costo del mercado informal-. Más tarde se le unieron su hermano y su esposo, y posteriormente alquilaron locales ampliando enormemente el número, calidad, variedad, precio de libros. Luego los vi –asombrado- en un vehículo estation wagon guinda (cuando aún era difícil comprarse vehículos), que supuse era producto de sus negocios que ahora tenían en dos o tres lugares de la ciudad. Fue la primera vez que pude percibir cómo se manejan las estrategias de venta: localizar un lugar (distrito, población, ciudad) donde haya demanda del producto, y luego afianzamiento (posicionamiento) de dicho mercado. Recuerdo que cada vez que veía a la chica -ahora con hijitos y todo- nos saludábamos, y yo siempre la pensaba como la pionera, la chica guerrera que se atrevió a vender libros usados en el piso, abrió el mercado, o lo descubrió, y luego dejó el mismo para su esposo y hermano, que ya se mostraban triunfadores, producto de una bella mujer emprendedora, joven y amable que prefería quedar en la modestia. Creo que los dos compartíamos este liviano secreto, el hecho que ella había sido la pionera del próspero negocio ahora manejado por su familia –la venta de libros usados-, o al menos eso parecía que nos decíamos en cada mirada, cuando nos cruzábamos por la calle. La anterior reseña es importante porque estoy seguro que un gran porcentaje de profesionales de hoy –abogados, fiscales, jueces, ingenieros, etc.- se han autoeducado con libros obtenidos en las calles, a través de aquellos ambulantes vendedores de libros usados, hábitos que hoy parecen perecer porque el nuevo sistema de autoeducación es el internet.

 

Fue en ese escenario de antaño en el que fui a aquella tienda de libros usados, como casi siempre, buscando encontrar algún libro que fuera de esos extraordinarios, de aquellos que pudieran conmover mi corazón, algo que me haga sentir la vida y que me convenciera o persuadiera que valía la pena vivir, y entonces lo encontré. Eran cuatro tomos de un librito llamado “Valores Humanos”, que contenía minibiografías de los más grandes personajes de la historia, escrito por Arturo Uslar Pietri. Yo no conocía al autor, pero la variedad de personajes, y a una lectura rápida e instintiva, percibí que estaba ante una obra grandiosa, justo lo que necesita, en ese momento de desconcierto existencial, de falta de chicas que sean mis enamoradas y se acostaran conmigo. Ese libro, de cuatro tomos, pequeños, de carátula café, con diseño simple, pero de contenido esencial, me había llegado al corazón. Allí estaban las historias de Napoleón, Moisés, Marie Curié, Ivan el Terrible, Buda, Mahoma, etc., etc., y por supuesto la historia de Justiniano. Fue un momento hermoso aquel tiempo, en la cual leía fascinado la historia de los más grandes seres humanos del mundo, de sus hazañas, de sus travesuras, de sus desequilibrios, de sus majaderías, de sus genialidades, de sus sinvergüenzuras, y de cómo habían cambiado el mundo, transformándolo. El libro a mi parecer tenía un título muy simple, “Valores Humanos”, pero respondía a que el texto era una transcripción y adecuación de un programa televisivo que Arturo Uslar Pietri había hecho en su país, y que hoy llegaba, de entre esos muchos otros libros, perdido como un objeto comprado al por mayor, por libreros que venden cultura sin saber el precio real de cada cual.

 

Recuerdo que al principio no podía pronunciar bien el apellido “Uslar”, este tipo de conjunción de palabras no había sido ejercitado por mi, y, no sé porqué, me era difícil pronunciarlo, como me había pasado también con otro autor, “Unamuno”, que tampoco podía, al principio, pronunciar bien. Mas tarde supe que Arturo Uslar Pietri había sido abogado, periodista, escritor, diputado, senador, ministro de estado, candidato a presidente de su país, embajador, productor de televisión, catedrático, director de periódico, autor de novelas, ensayos, cuentos, poesía, teatro, etc, y que murió a los 94 años.

 

Fue después de haber leído y reeleído las minibiografías de la colección “Valores Humanos”, que tuve un tiempo de apogeo de erudición –simple y muy sintética- sobre personajes, historias y autores, mientras les comentaba a cuanta persona conocía sobre la vida de tal o cual personaje. Fue un poco de petulancia mía hablar y hablar de aquellos personajes, pero no lo podía evitar, e incluso recuerdo que mucho tiempo después -cuando ya tenía una enamorada y le hacía el amor con frecuencia-, que un día nos fuimos al poblado de Calientes, a sus baños termales, en Tacna, y que muy snob llevé uno de mis libritos (hubo un tiempo en que uno de mis hobbies era siempre llevar un libro conmigo, de creerme amante de la cultura, de hacer el amor con música clásica por creer que eso le daba mayor nivel, etc.), y mientras viajábamos en una combi, acompañado de esta chica que me amaba (y a la que yo aceptaba sólo porque no había encontrado otra chica mejor, porque me había resignado, por el momento, de estar con una chica que me convencía a medias, que me hacía saber –en mi interior- que yo era más superficial que cualquiera, más banal y frívolo que cualquiera, y más canalla que el mayor de los canallas), sentado al lado de la ventana, comenzaba a leerle algunos párrafos del librito “Valores Humanos”, mientras que los otros pasajeros nos miraban como si fuéramos unos pretenciosos, snob, o simplemente no nos miraban. Pero claro, yo me sentía majaderamente culto y no me importaba quien me mirara, así que continuaba leyendo en voz alta, extasiado, el librito de Uslar Pietri, y es que “Valores Humanos” era un libro ligero, atractivo y entusiasta que me gustaba leer y hasta me daba vanidad leerlo frente a las personas, tanto que incluso lo leía caminando por las calles, por los parques, hasta que un día me caí en un buzón abierto en plena vereda en el paseo cívico.

 

Mucho más tarde le presté los libros a un distraído filósofo del derecho –aunque decir distraído y filósofo suena ya una tautología), luego los recuperé después de mucho tiempo, más tarde se perdieron por allí, y posteriormente recuperé tres de los cuatro tomitos, luego se volvieron a perder, y así, esos libros recorrieron mi extraviada mente. Ahora se han perdido para siempre y, a pesar mío, siento cierta tristeza por que, sin nunca haberme importado tanto conservar nada, tengo sin embargo la tentación de la tragedia en mi.

 

Fue en aquel libro que leí que el gran emperador Justiniano se casó con una prostituta de nombre Teodora, y que ésta se masturbaba poniéndose granos en el cuerpo y dejando que los gansos comieran los granos sembrados en su cuerpo desnudo.

 

Por todo lo narrado, el presente texto es un intento, lúdico y talvez simiesco,  de fomentar la narrativa, el análisis, la historia, la filosofía, el derecho; un ánimo casi sentimental por difundir siempre el Derecho, a través de la historia o cualquier arte. Difundir el derecho ha sido nuestra intención, sentimiento que confieso es siempre amoral, como aquel que profesa el conocimiento antes que la forma, aunque el conocimiento sea en si también forma, signos y símbolos, y a la vez razones y sentimientos, el Derecho es entonces, “texto puesto en acción”, escritura. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la escritura es un acto de poderío, de poder y éste (power, kraitos, potentia, potestas) siempre ha representado una fascinación en el ser humano y puede o debe ser controlado –o al menos eso define la teoría- por el Derecho, porque incluso éste a su vez es también una voluntad de poderío. No se debe olvidar que el más potente límite o transgresión al poder puede ser concebido por el Derecho, y que sólo el poder unido a lo jurídico abrirá los caminos a la libertad, porque ningún poder no legitimado por el Derecho puede permanecer.

 

     El esfuerzo por difundir este tipo de textos, de este formato y con estas cualidades, es no menos que una osadía, un atrevimiento y arriesgado afán por poder, por lograr aquello en lo que pocos creen: la creación y modificación constante y hasta contradictoria de los fundamentos del Derecho. La creación debe ser permanente si deseamos ser libres. La libertad consiste en ello: ser creadores, pero creadores de soluciones, de construcciones, de edificios, de ingenios, etc., que ayuden al ser humano a mejorar como ser humano. Crear mentalmente personas, ésa es la intención de este intento inacabado, que no puede frustrarse por simples tradiciones de no hacer nada, y puesto que no queremos quedarnos en no hacer nada, sino colaborar en construir un Derecho renovativo, dialéctico y no estático, profesamos por ello un Derecho que mejore o refine al ser humano, y aquello se  puede lograr incluso, y talvez casi siempre, por unos pocos que se atreven a hacer aquello que el resto sentencia de imposible.)

 

 

 

 

En el norte de Italia está la ciudad de Rávena que es muy antigua y en ella hay una pequeña iglesia bizantina que es una de las joyas arquitectónicas del mundo. Esta iglesia de San Vitale es uno de los más bellos ejemplos de la arquitectura bizantina, que algunos historiadores llaman el arte cristiano de Oriente. Las iglesias bizantinas son de forma octogonal, trazadas en cruz griega, es decir, anchas como largas, dominadas por una gran cúpula central que cubre la mayor parte del espacio útil. A los lados están las capillas, de las cuales una de las más prolongadas es el ábside. Todo el interior de esa graciosa arquitectura tan decorativa y oriental, está cubierto de mosaico, es decir, de figuras y decoraciones hechas con menudas piedras de colores. Como, más tarde, los artistas góticos en los vitrales, los mosaiquistas bizantinos representaron las imágenes de santos, de príncipes y de obispos. Esta decoración tan característica se conserva hoy en algunos templos antiguos de Roma, en el prodigioso San Marcos de Venecia y en la mayoría de las iglesias de Rusia, que estuvo incorporada a la ortodoxia oriental, que tenía como sede a Bizancio.

 

La iglesia de San Vitale, que se conserva admirablemente como una especie de isla del pasado, fue construida en el siglo VI, es decir, hace 1,300 años, por uno de los más famosos emperadores bizantinos, que fue Justiniano. En uno de los mosaicos se conserva su retrato, con su corona y su hábito de Emperador bizantino, de “Basileus”. Indudablemente este retrato debe parecerle por que fue hecho en la plenitud de la vida del Emperador, hecho para honrar y celebrar una gran victoria suya. En el momento en que levanta la iglesia de San Vitale y en que le hacen el retrato en mosaicos, lleno de oro y de blancos, verdes y rojos, Justiniano estaba en el apogeo de lo que parecía una carrera extraordinaria. No solamente era el jefe del Imperio Cristiano de Oriente, no solamente era el sucesor directo y legítimo de los emperadores romanos, sino que acaba de realizar lo que parecía un sueño imposible: la reconstrucción del desmembrado Imperio Romano.

 

El imperio Romano, con las invasiones bárbaras llegó a desaparecer en Occidente. Los germanos ocuparon a Italia, tomaron y saquearon a Roma, fundaron nuevos reinos, y el poder del antiguo Imperio llegó a su catastrófico fin. En la lejana Constantinopla, que había sido una de las capitales del primitivo imperio universal de los romanos y que dominaba la  parte oriental del Mediterráneo, se había constituido separadamente un Imperio de Oriente que, a la caída de Roma, pudo conservar la tradición cristiana y la tradición romana, es decir, las formas visibles y continuas, jurídicas y religiosas, del Imperio por mil años después de que Roma había caído, es decir, hasta el comienzo de los tiempos modernos, que se señala precisamente con la ocupación de Bizancio por los turcos.

 

Constantinopla o Bizancio, vino a ser la capital de un Estado un poco sui géneris, porque este Imperio Romano de Oriente recibió continuamente una gran influencia oriental. Mucha más en contacto que con la tradición romana, de la que se proclamaba heredero, lo estaba con el mundo oriental, con los persas, con los sasánidas, con los restos de los viejos Imperios del Asia Menor y, sobre todo, con los griegos y con los restos del mundo helenístico.

 

La lengua que predominó entre ellos fue la griega y en esta forma se constituyeron en herederos de la cultura y de la tradición griega. En esa ciudad, a orillas del Bósforo, que está como si dijéramos a caballo entre Europa y Asia, simbólicamente sirviendo como fuente de unión entre las dos culturas, tenía su asiento la sede del Imperio bizantino y en ella residía el Emperador o Basileus con su corte. Fue por muchos siglos la ciudad más culta del mundo y el centro, el depósito, la fuente de todo lo que se salvó de la cultura griega y de allí, más tarde, a través de las invasiones árabes, vino esa cultura nuevamente a resurgir en Europa, donde había quedado perdida y olvidada con las invasiones bárbaras.

 

Desde el mismo día en que cae Roma surgen el sueño y la ambición de reconstruir el Imperio, y es Justiniano quien siglos más tarde va a lograrlo, aunque de un modo transitorio. Para celebrar ese triunfo hicieron su retrato los mosaiquistas en un muro de San Vitale.

 

Justiniano reina durante treinta y ocho años y en ellos realiza grandes cosas. No sólo reconstruye el Imperio Romano, sino que conquista las provincias orientales y extiende su autoridad por toda la zona oriental del Mediterráneo, el norte de África y la mayor Italia. Ha logrado reunir la vieja herencia dispersa de Augusto y de Trajano, y por eso, en Rávena, se erige en el siglo VI la iglesia de San Vitale, que es como un exvoto, como un testimonio para la posteridad del hombre que había logrado ese imposible.

 

Esto lo logra Justiniano a fuerza de astucia y habilidad. No era un guerrero y, sin embargo, alcanza grandes victorias militares. Era, sobre todo, un político y un administrador, dotado de esa muy curiosa propiedad que tienen los grandes hombres, que es lo que pudiéramos llamar el instinto de lo histórico. Tenía el sentido y el instinto de las corrientes que dominaban en su tiempo, de las posibilidades y de las grandes misiones que podían y debían realizarse. Este sentido del acaecer, de las posibilidades, de las tendencias, de lo que está implícito en lo que pudiéramos llamar el destino de cada hora, este sentido histórico que ha caracterizado a los grandes conductores de pueblos, es evidente en la hora de Justiniano.

 

Largas y repetidas guerras de reconquista librará contra los persas y los bárbaros, dirigidas por dos grandes estrategas, sus dos grandes generales Belisario y Narsés. Con la ayuda de ellos conquistará países y sojuzgará insurrecciones, hasta lograr establecer una fuerte e indiscutida autoridad en todo el Imperio.

 

Contará también con la colaboración de notables hombres de iglesia, que forman parte destacada de su corte erudita y religiosa. En el mosaico de San Vitale lo vemos acompañado de su séquito, vestidos con los hábitos talares, que sobrevivían de la época romana. El emperador está en el medio, teniendo a su lado los generales, los cortesanos, los obispos y algo muy importante igualmente: los juristas porque Justiniano va a poner el Imperio bajo dos advocaciones muy definidas, que van a ser: la de la instauración de un Imperio cristiano dominado por la enseñanza de Cristo y la de la reconstrucción, la codificación y, si pudiéramos decir, la fijación definitiva para la posteridad del más grande monumento de la civilización romana, que fue el Derecho. Las leyes y la sociedad europeas se constituyen sobre ellos vestigios del derecho romano, que llegó a adquirir su expresión definitiva en la codificación que los grandes jurisconsultos de la corte de Justiniano realizaron.

 

Justiniano también va a ser un constructor. Algunos de sus edificios están entre las hazañas más grandes de la arquitectura universal. Allí, en Bizancio, para competir con la vencida y destruida Roma, saqueada por los bárbaros, va a edificar una de las más notables estructuras que haya levantado el ser humano nunca, que es la famosa iglesia de Santa Sofía, que se consagra el año de 537 y que nosotros conocemos hoy alterada en su aspecto por la presencia de los cuatro minaretes islámicos que los turcos pusieron  al convertir la catedral en  mezquita.

 

Estos minaretes no dañan la visión de Santa Sofía, pero le dan otro sentido a la gran masa estructural, añadiéndole un fuerte empuje vertical a aquel volumen semiesférico que debía aparecer como una gran colina de mármol. En su tiempo fue el más grande espacio cubierto sin columnas que el hombre había logrado. El diámetro de la cúpula central de Santa Sofía tiene 33 metros y hay que pensar que esto se hacía en una época en que no había cemento, en que no había vigas de acero y en que todo se lograba por el mero trabajo de gravitación de unas  piedras sobre  las otras. De modo, que en su tiempo y todavía en el nuestro, es uno de los prodigios de la construcción, pero además es una bellísima estructura, majestuosa y sobre cogedora, que representa el más amplio y pleno ejemplo del arte bizantino. Es el molde y la matriz de todas las iglesias bizantinas que luego se extendieron por el mundo. Anthemios de Thales e Isidoro de Mileto fueron los arquitectos.

 

Justiniano era un emperador electivo y no hereditario, a la manera de los emperadores romanos. A la muerte de un emperador, los grandes potentados del Imperio, los generales, lo que pudiéramos llamar nosotros en nuestro lenguaje moderno las fuerzas vivas o los grandes electores, elegían el nuevo emperador. A veces era un pariente del Emperador difunto o un favorito. Justiniano fue un macedonio que vino de las regiones bárbaras de Iliria y que gracias a su habilidad, a su cultura, a su sentido político, llegó a convertirse en alto funcionario palatino y luego Emperador, para reinar durante treinta y ocho años. Junto a él está la figura de una mujer sumamente curiosa. Uno de los personajes más enigmático e infamados de la historia, que es la Emperatriz Teodora. Teodora había sido mujer de vida poco adecuada para ser Emperatriz. Fue artista de circo y se contaba de ella que había tenido una vida más que libre. Esta mujer ambiciosa, enérgica e inteligente, logró imponerse gracias a su habilidad y a su hermosura, conquistar el corazón de Justiniano y convertirse en su esposa y en la Emperatriz de Bizancio y  llegar a ser, además, una de las grandes fuerzas políticas del Imperio, porque esta mujer llegó a desarrollar por su cuenta y a su propia iniciativa, una gran actividad política.

 

La otra gran obra que realiza Justiniano es la de la Codificación del derecho romano. Lo que nosotros llamamos hoy un Código era una cosa desconocida en la antigüedad. Entonces había Leyes diversas que no estaban organizadas en un cuerpo jurídico coordinado. Justiniano se da cuenta de que para reconstruir el Imperio se requiere una base de derecho, un cuerpo de doctrina, una organización segura y rigurosa. Se propone fijar, integrar y ensamblar todo el derecho romano y para eso, reúne algunos de los más grandes jurisconsultos de su corte, entre los cuales se destaca Triboniano. Buscan, exhuman, limpian y ordenan las antiguas leyes de Roma, hasta formarlas en un orden lógico continuo en dos grandes recopilaciones, conocidas con el nombre de Las Pandectas y de Las Institutas.

 

La herencia del derecho romano se salvó así para el mundo occidental y de esos monumentos la tomó la civilización europea, como base de la vida pública y privada hasta nuestros días. El derecho occidental tiene por base el derecho romano, tal como se quedó fijado en estas grandes recopilaciones que ordenó Justiniano. Lo que es un monumento más imperecedero que la mole de Santa Sofía. Justiniano es uno de los más grandes codificadores de la historia, uno de los hombres que se dio cuenta de que entre los mayores bienes que podía tener una sociedad se contaba en primer término un cuerpo de leyes fijas, justas y conocidas. Los códigos de Justiniano fueron la fuente suprema de la vida legal para nuestra civilización.

 

En Las Institutas y en Las Pandectas está completa la exposición de los principios que durante siglos los grandes jurisconsultos romanos crearon y definieron y que constituyen la más grande gloria de Roma. Allí está la organización de la familia, las relaciones entre las personas, las maneras de obligarse, la propiedad, los procedimientos para administrar justicia, es decir, todas las complejas relaciones de los seres y las cosas dentro de una sociedad organizada y que comienza con la famosísima exposición de lo que él llama Los Principios Básicos del Derecho, Los Preceptos fundamentales que en Las Institutas se enuncian en palabras inmortales. Las Institutas fueron escritas en latín, porque el derecho romano fue escrito en latín, a pesar de que la lengua predominante en el Imperio de Oriente era el griego. En una expresión precisa y llana se enuncian las reglas que vienen a ser, desde entonces, las bases de todo derecho y de toda justicia.

 

Dicen Las Institutas: “Las reglas del derecho son tres: vivir honestamente, no hacer daño a otro y dar a cada quien su derecho.”

 

Es todo y no se necesita más. En estos tres principios cabe todo cuanto forma la base de la ciencia jurídica, de las leyes y de toda la vasta estructura del derecho en la sociedad moderna.

 

Estas tres reglas explican y constituyen el centro, el ánima y la esencia del derecho. Es admirable cómo se puede llegar a tener un concepto tan preciso, tan claro y tan central que sirve para explicar y para reemplazar todos los demás, porque con estos tres preceptos basta para que haya derecho y con esos tres derechos basta para que haya justicia y todo lo que no concuerde con ellos ni es derecho ni es justicia.

 

Sin embargo, en Justiniano hay una especie de destino crepuscular. Es un hombre que realiza grandes hazañas: la hazaña de reconstruir un Imperio, la hazaña de levantar a Santa Sofía, la hazaña de reganar de nuevo para una vieja tradición de cultura el mundo conocido y, sin embargo, es la suya una obra transitoria y destinada a la ruina. Es la suya una grandeza destinada a caer porque ese Imperio que él logra con un gran esfuerzo reunir, va a desmembrase rápidamente de nuevo para replegarse continuamente hasta convertirse en un encierro, en un baluarte, en una isla dentro del mar de los enemigos bárbaros que van a dominar el Imperio Romano, logró mantenerse por mil años. Un día del siglo XV los turcos lograron al fin tomar a Constantinopla y convertirla en la sede de un nuevo poder distinto, que nada tenía que ver con la vieja tradición cultural griega y cristiana del Imperio de Oriente.