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20.11.2016 20:41

HACIA UN NUEVO TIPO DE PROCESO

David Lescano.

 

 

HACIA UN NUEVO TIPO DE PROCESO

David Lescano.

 

 

 

 

Ciertas modificaciones que nuestra jurisprudencia y las nuevas leyes de procedimiento de alguna provincia han introducido en el juicio ejecutivo que habíamos tomado de la legislación española, señalan, sin duda, una marcada tendencia a consagrar un nuevo tipo de proceso. Y es de notar la posibilidad que llevan de conseguirlo, si no por la acogida que se le ha prestado, por lo menos por  la pasividad con que se han recibido las innovaciones.

 

Aparentemente, esas innovaciones carecen de importancia, pero no puede negarse que la tienen, y en grado superlativo, puesto que, en definitiva, cambian sustancialmente la naturaleza del juicio ejecutivo que habían legislado nuestros códigos de procedimiento.

 

En qué consiste esa alteración conceptual y en qué medida ella influye en la creación de un nuevo tipo de proceso, es lo que procuraremos esbozar en las siguientes líneas.

 

Ordinariamente, las leyes procesales legislan sobre el proceso ejecutivo, por oposición, o al lado o frente al declarativo. En aquél la función jurisdiccional se ejerce no ya para declarar o aplicar el derecho a la relación jurídica cuestionada, sino para hacer efectiva la realización del interés insatisfecho, ya tutelado por el derecho. De ahí que el juicio ejecutivo suponga, si no la declaración anterior del derecho, por lo menos la certidumbre de su existencia.

 

La jurisdicción, en principio, no actúa en forma coactiva, sino por medio de una declaración. La sentencia, aunque imperativa y obligatoria, es una declaración, una orden. La coacción por el órgano jurisdiccional, sólo se ejerce cuando esa orden no se ha cumplido. Por eso, ha podido decir Carnelutti que el proceso ejecutivo supone la desobediencia a un comando por parte de quien ha debido prestarle acatamiento.

 

Se explica así que, en general, las leyes procesales reglamenten el proceso ejecutivo para dar efectividad a la sentencia de condena, y sólo excepcionalmente lo extiendan a otros actos de los particulares. En el orden cronológico, la sentencia tiene que haber sido el primer título ejecutivo, tal vez el único que autorizaba el procedimiento de ejecución, porque era el acto que hacía cierto o indudable el derecho, y porque siendo obligatoria para las partes, su cumplimiento podía importar un acto en rebeldía, alzamiento o desobediencia, como dice el autor ya recordado. El procedimiento ejecutivo, por tanto, se presentaba como una continuación o complemento del de cognición.

 

Es tal vez teniendo en cuenta esa circunstancia, que algunos autores, y entre los más autorizados, Chiovenda, considera a la ejecución como una faz del proceso, pues éste comprendía dos estadios: el de declaración o conocimiento, y el de ejecución forzosa. El primero sería la preparación del segundo, como en realidad lo fue en sus orígenes históricos.

 

Si bien es discutible en la actualidad, sobre todo según algunos sistemas procesales, el nuestro por ejemplo, que el proceso ejecutivo no tenga autonomía o independencia respecto del proceso de cognición, no puede negarse que, originariamente, la coacción judicial sólo era posible cuando había mediado sentencia de condena. Y es claro que así fuese, porque sólo cuando el derecho se presentaba como indudable o cierto, se justificaba que el Estado procediera coactivamente o por medios de fuerza para satisfacer el interés que ese derecho reconocía.

 

Por hacer cierto el derecho en litigio, la sentencia es el antecedente o supuesto necesario de la ejecución. De ahí que las leyes de procedimiento llamen acreedor al ejecutante y deudor al ejecutado, calificación que sería impropia si ya no se hubiera establecido la existencia de la obligación, pues no es acreedor quien pretende serlo y por ese solo hecho, como no es deudor quien ha sido demandado y sólo por tal circunstancia, sino cuando el carácter de uno y otro ha sido declarado por sentencia.

 

Es cierto que casi todas las legislaciones han extendido el procedimiento ejecutivo a otros casos en el que media sentencia definitiva, pero lo han hecho por vía de excepción y sólo respecto de ciertos títulos equiparados por la ley a un pronunciamiento judicial. El reconocimiento de la obligación hecho en escritura pública, o por confesión judicial o en un documento privado reconociendo ante juez competente, son actos que en cierto modo producen la certidumbre de la existencia de derecho. Hay, pues, una razón para autorizar la coacción sobre las cosas del deudor a fin de que cumpla la prestación a que se ha obligado.

 

Nuestras leyes han seguido esos principios; sólo que teniendo presentes las diferencias funda-mentales que de todas maneras existen entre la sentencia y los otros títulos ejecutivos, regulan separadamente la ejecución que éstos autorizan de la que procede por incumplimiento de un fallo judicial. Debían hacerlo así para determinar las excepciones que puede oponer el ejecutado, porque no es la misma la situación del que ha sido condenado por sentencia firme que la del simplemente obligado por un acto particular, por auténtico que éste sea. Por lo demás, mientras no medie sentencia, nadie que se resista a considerarse deudor puede ser tenido por tal. De ahí que deba quedar abierta la vía ordinaria para obtenerla; y eso es lo que han hecho nuestras leyes.

 

De manera que cualquiera sea el número de títulos ejecutivos que la ley reconozca, el funcionamiento de la idoneidad de los mismos para proceder coactivamente, radica en la certidumbre de la existencia de crédito que de los mismos resulta. Esa certidumbre es definitiva cuando se trata de una sentencia firme, y es provisoria en los demás casos. En aquél no hay la posibilidad de discutir el derecho, porque ya se ha discutido y declarado; en éstos, en cambio, la posibilidad existe, por lo mismo que no ha mediado sentencia todavía.

 

Pero conviene tener presente que si con nuestro juicio ejecutivo existe la posibilidad de discutir el derecho, esa discusión es a posteriori, esto es, después de terminada la ejecución e independientemente de ésta. Dentro del proceso de ejecución no cabe, porque precisamente el crédito es tenido por existente. De otra manera no aparecería justificada la coacción. ¿Cómo podría el Estado –que ejerce la función jurisdiccional para evitar la lucha privada y mantener el imperio del derecho- proceder manu militari al desapoderamiento de los bienes del deudor, si no aparece clara, la calidad de acreedor del ejecutante? ¿Acaso no importaría ello una violación al orden jurídico, tan grave como la que trata de evitar? El Estado, como órgano específico del derecho cuya observancia procura, no puede aparecer procediendo  contra derecho. La coacción, las medidas coercitivas, sólo se justifican en tanto se emplean para amparar o mantener el derecho. Fuera de esos casos, es inaceptable.

 

Esa doctrina es la que sustentan la mayoría de las leyes procesales, incluso, entre nosotros, las que se han mantenido fieles a la ley de enjuiciamiento civil española, en que se inspiraron. El artículo 458 del Código de Procedimientos Civil de la Capital, y con él casi todos los del país, dispone que la sentencia de remate sólo podrá determinar una de estas dos cosas: llevar la ejecución adelante o no hacer lugar a la ejecución. Es decir,  que dicha sentencia no debe contener la declaración del derecho, sino dictar la orden de que se prosiga la ejecución o se rechace ésta.

 

La ejecución o sea el cumplimiento forzado de la obligación, es el objetivo o fin que persigue el ejecutante, porque su derecho o la calidad de acreedor con que procede, está fuera de discusión por el momento; una y otra surgen, a priori, del título en cuya virtud ejecuta. Nuestro juicio ejecutivo así, parte de una ficción: la de que la obligación existe. Y la razón de ello está, según lo hemos visto, en que de lo contrario, carecería de fundamento jurídico, porque la coacción no aparecería justificada.

 

Conviene, pues, dejar sentado antes de seguir adelante, que lo que dejamos dicho y lo que agregamos a continuación, sólo es atinente al verdadero juicio ejecutivo, esto es, al que va tras la ejecución como única finalidad. De ese juicio ejecutivo, es del que se preocupa nuestras leyes, y del que nos ocuparemos ahora, por ser el único que corresponde a su denominación. Del otro que haya podido construir la jurisprudencia con la mejor intención, pero al margen de la ley, debemos presindir necesariamente.

 

Nuestros tribunales, llevados tal vez por la sería preocupación de evitar en lo posible las molestias y vejaciones que la coacción produce, y que serían injustas si quien las solicita carece de derecho, han permitido, con alguna frecuencia, que en los juicios ejecutivos se discuta el fundamento o causa de la obligación; y, como consecuencia de ello, han dado al pronunciamiento, fuerza de cosa juzgada.

 

Es claro que la consecuencia es lógica si la premisa es verdadera, porque si se parte de la base de que el derecho puede discutirse, el juez debe declarar si el derecho existe, vale decir, debe dictar una sentencia declarativa, que, como todas las que tienen ese carácter, hacen cosa juzgada. No hay en este caso, lugar para ningún otro juicio ulterior, aunque disposiciones expresas, como el artículo 500 del Código de Procedimiento de la Capital, lo autoricen expresamente.

 

Pero es que en esa forma se desnaturaliza el juicio ejecutivo, el que deja de tener por único objeto la ejecución, para perseguir también la declaración del derecho. El proceso así concebido no es tal por ser sumario, sino que es sumario por ser ejecutivo.

 

Si ofrece o no ventajas ese tipo de proceso estructurado por la jurisprudencia, no viene al caso, porque lo que reclaman nuestra atención por ahora, es el juicio ejecutivo propiamente dicho, y no otro.

 

Razones de política legislativa pueden aconsejar un proceso semejante, pero no habría por qué llamarle ejecutivo; se trataría de un proceso de cognición abreviado y nada más. Así lo han entendido otros legisladores que también han dado mayor extensión al proceso ejecutivo sin llegar al extremo de cambiarle su naturaleza. Tal es lo que ocurre con el procedimiento monitorio italiano, el Mahnverfashren germánico, el Mandatsverfahren austríaco y el Rechtsbot suizo, que autorizan el procedimiento coactivo cuando después de librado el mandamiento, el deudor no hace oposición dentro de determinado plazo; pero cuando la oposición se produce, no hay ejecución y nace, por el contrario, el proceso de cognición. Es decir, que el juicio es ejecutivo y sustanciado por el procedimiento correspondiente, cuando el deudor no desconoce el derecho, y es declarativo cuando el desconocimiento se produce, porque entonces ya es necesaria la sentencia que declare la existencia del derecho para que pueda procederse ejecutivamente.

 

Tal vez hacía esos rumbos marchemos sin saberlo ni quererlo. Mientras tanto, se pretende mantener un juicio ejecutivo que no lo es sino en el nombre.

 

Si el objeto del proceso ejecutivo es lo que determina su naturaleza, no cabe duda que los trámites, las diligencias y medidas procesales en él empleados, deben ser conducentes e idóneos para llenar el fin propuesto. Por tanto, persiguiendo el juicio ejecutivo el cumplimiento de la obligación, no la declaración de su existencia, son consustanciales del mismo los trámites expeditivos, diligencias drásticas, medidas compulsivas. Por eso el juicio comienza con una conminación de pago, sigue con el embargo, va más adelante con la venta forzada y termina con el cobro o percepción de lo reclamado.

 

No es por consiguiente, de la esencia de la ejecución, la discusión sobre el derecho, lo que por cierto no quiere decir que se excluya la posibilidad de toda litis. Puede haber contienda, pero sobre la procedencia de la ejecución, no sobre la existencia del crédito; éste se considera virtualmente existente, sólo que puede no autorizar la vía ejecutiva por alguna de las razones específicas por la ley.

 

Eso, se dirá, podrá ser exacto según lo dispuesto por los códigos de procedimiento que conservan el principio contenido en la ley de enjuiciamiento española, de que en tales juicios sólo proceden determinadas excepciones, pero no conforme a lo estatuido por los Códigos de Córdova y Santa Fe, que permiten la oposición de todas las excepciones dilatorias y perentorias admitidas en los juicios declarativos. Sin embargo, creo haber demostrado en otra ocasión, que un examen determinado del concepto de las excepciones, nos conduce necesariamente a otra conclusión, pues las excepciones, según ha declarado la doctrina moderna, no las constituyen todas las defensas, sino ciertas defensas que, sin desconocer el derecho, afirman la existencia de hechos que tienen fuerza impeditiva o extintiva. En consecuencia, al autorizar los Códigos de Córdova y Santa Fe todas las excepciones, no ha facultado oponer cualquier defensa, sino una determinada categoría de defensas, que excluye la simple negación del derecho.

 

Pero dejando de lado este asunto que hemos tratado extensamente en otra ocasión, proseguiremos el estudio de los elementos consustanciales del juicio ejecutivo.

 

Hecha la conminación al deudor para que pague, sin resultado positivo, se procederá a embargar bienes deficientes para cubrir la cantidad demandada, dicen, en general, las leyes procesales del país, incluso las de Santa Fe y Córdova. Pero, luego de considerar esa diligencia como natural y propia del juicio ejecutivo, no todos lo códigos reformados la reputan indispensable para seguir la ejecución; y aquí surge la primera y más importante manifestación de ese nuevo criterio que ha orientado las últimas reformas a que nos hemos referido al comienzo.

 

A estar a lo que disponen los nuevos códigos, el embargo no es ya un eslabón necesario de la cadena de actos y diligencias del juicio ejecutivo, sino una pieza autónoma de la que puede prescindirse sin que obste a la prosecución de aquél. Y así se ha dicho: el embargo es una medida de seguridad instituida en beneficio exclusivo del acreedor, quien puede o no valerse de ella según viere convenirle. No es, por tanto, una diligencia esencial y sin la cual no puede proseguirse el juicio; y por ello la ley ha podido autorizar la citación de remate y aun la sentencia sin que se haya realizado.

 

Pero no parece muy fundado el razonamiento, porque una cosa es que el embargo constituya o pueda constituir una medida de seguridad y otra que por tal circunstancia sea innecesaria para proseguir la ejecución. Será, pues, indispensable examinar con un poco más de detenimiento la función que el embargo desempeña en el procedimiento ejecutivo.

 

Por lo pronto, tenemos que si el objeto de la ejecución es obtener el cumplimiento de la obligación aún contra la voluntad del deudor, y si la obligación debe consistir en el pago de una suma de dinero, según todos los códigos, y además en la de entregar cantidades de cosas según el de Santa Fe, es natural que la ejecución suponga la existencia de bienes de propiedad del deudor sobre los que pueda echar mano el acreedor. Si no hay bienes, la ejecución se hace imposible, porque no se puede ejecutar lo que no existe. De ahí es que para que el juez pueda ordenar se lleve adelante la ejecución, es necesario determinar previamente las cosas que se van a ejecutar, ya que no procede la ejecución sobre las personas, por lo menos entre nosotros.

 

El embargo, entonces, indica, específica, las cosas ejecutables, y además, las coloca en condiciones de ser ejecutadas. No se puede disponer ni aun judicialmente de lo que no está a disposición u orden del juez; y para que se encuentren a la orden del juez, es indispensable que esté embargado. Consecuencia de ello es que las cosas embargadas quedan fuera de la libre disposición del dueño, y por ende, retenidas judicialmente para que el acreedor pueda a su tiempo cobrarse de ellas.

 

De manera que la indisponibilidad de los bienes por el deudor, es el efecto del embargo, no su objeto. El objeto es otro; es facilitar o hacer posible la ejecución inmovilizando, respecto del deudor, los bienes que van a ser ejecutados. Es así una medida esencialmente ejecutiva, o si se quiere, un principio de ejecución. Por ella se comienza para terminar con la venta, si lo embargado no es una suma de dinero. Como corolario, viene después el pago.

 

Teniendo en cuenta lo impuesto, fácilmente se percibe la relación en que se encuentra el embargo respecto de los trámites y diligencias ulteriores del juicio. Él es la condición de la citación y de la sentencia de remate, como la intimación de pago es el presupuesto o condición de aquél. Sin que medie el embargo no puede haber sentencia de remate, porque no se puede disponer se lleve adelante la ejecución si no hay bienes que ejecutar. La ley es terminante respecto de lo que debe disponer la sentencia: “se lleve la ejecución adelante o no hacer lugar a la ejecución”. Así  lo expresan todos los Códigos de Procedimiento Civil del país, sin excepción.

 

Sin duda que el legislador sabía lo que hacía cuando estableció en una forma categórica lo que debía contener la sentencia de remate. Tuvo seguramente en cuenta el objeto del juicio, que, según lo hemos visto, no es otro que el de procurar se haga efectivo compulsivamente el cumplimiento de la prestación a que se obligó el deudor. Debió, por tanto, pensar que el acreedor sólo echaría mano de ese expediente cuando viera la posibilidad de obtener un resultado positivo, y que, en consecuencia, se abstendría de hacerlo por inútil, cuando el deudor fuera insolvente o, mejor dicho, cuando no tuviera bienes de su propiedad. Por eso es que supone que en la oportunidad de dictar sentencia de remate, ya se ha trabado embargo de los bienes sobre los que debe recaer la ejecución.

 

Si el embargo no es esencial en el juicio ejecutivo, podría sostenerse también que la ejecución procede aún cuando no haya bienes que ejecutar. ¿Y qué haría un juez en presencia de un ejecutante que se adelantara a manifestar que sabe que el deudor ha enajenado todos sus bienes y que nada podrá obtener con su gestión? ¿Podría dar curso a esa demanda que ella misma anticipa su inutilidad? ¿No importaría ello desvirtuar el propósito que ha tenido el legislador al acortar el procedimiento ejecutivo?

 

En verdad, ante una situación semejante, habría que preguntar: ¿Qué es lo que persigue en ese caso el acreedor? Si no puede obtener una sentencia declarativa porque la ley no lo autoriza por ese procedimiento; si no puede cobrar su crédito porque sabe que no tiene bienes el deudor; si el pronunciamiento que puede obtener en el mejor de los casos es sólo para que se lleve adelante la ejecución, es decir, para que se realicen los bienes, ¿Con qué objeto ha promovido el juicio? Sencillamente, con ninguno.

 

Y si el acreedor no puede satisfacer ningún propósito confesable, ¿por qué ha de autorizársele a poner inútilmente en movimiento a la administración de justicia?

 

La ley no tiene ningún interés en que haya litigios, y mucho menos cuando éstos son inconducentes. El mecanismo judicial no se mueve, no puede moverse, para satisfacer caprichos u obtener resoluciones innocuas; ha sido, por el contrario, instituido con los fines concretos y elevados de obtener la actuación del derecho o la satisfacción del interés tutelado por el mismo. De manera que, cuando ni una ni otra cosa determinan la demanda, la actividad jurisdiccional no tiene por qué prestarse.

 

El Estado ha regulado un procedimiento especial, el juicio ejecutivo, para un objeto determinado, esto es, para hacer efectivo el cobro. Parece, por tanto, lógico que cuando de antemano se sabe que ese objeto no puede alcanzarse, no debe ser permitido a los particulares echar mano de ese procedimiento. Y la certidumbre de esa situación se tiene, sin duda alguna, cuando no hay embargo por falta de bienes.

 

Podría objetarse, que no siempre que no hay embargo lo es por falta de bienes del deudor; puede haberlos y, no obstante ello, considerar innecesario el acreedor realizar esa diligencia, ya sea porque quiera simplemente tenerle esa consideración por el momento. Pero tal objeción se destruye teniendo presente que, en la hipótesis propuesta, el juez no podría dictar sentencia mandando llevar la ejecución adelante, porque para proseguirla, es menester que haya algo que ejecutar; si no lo hay no puede haber ejecución, y por ende el juez no puede disponer se lleve adelante lo que no ha comenzado a tener existencia.

 

Es que, podría decirse, en el hecho, la sentencia de trance y remate no tiene por objeto disponer la inmediata realización de los bienes, sino resolver sobre la procedencia de la ejecución. Según ello, la ejecución tiene comienzo recién con la sentencia, porque ésta puede declarar que aquélla (la ejecución) no procede, y en tal caso, lo anteriormente realizado incluye el embargo, resulta sin objeto.

 

Dicho argumento, que no he visto formulado en ninguna parte pero que podría ser esgrimido para sostener la no-esencialidad del embargo, no es valedero ante lo establecido por la ley. Ésta, como hemos dicho, dispone que la sentencia sólo podrá determinar una de estas dos cosas: llevar la ejecución adelante o no hacer lugar a la ejecución. De manera que todo lo que se diga en contrario, podrá ser muy respetable, pero contraría el texto legal.

 

Además si el juicio ejecutivo comenzara con la sentencia de trance y remate y sólo cuando mandase llevar la ejecución adelante, estaríamos en presencia de una ejecución de sentencia, y no de un juicio independiente de aquél. No habría tal juicio ejecutivo autónomo ni habría razón para regularlo por separado.

 

Lo que hay en el fondo, es que el juicio ejecutivo va tomando otro camino que el que seguía al principio cuando fue instituido. Ya no es lo que se quiso que fuera o se pensó que debía ser. Puede que ello sea impuesto por exigencias reales y que reporte ventajas positivas, pero habría de todas manera que convenir que tendríamos otro juicio, al cual habría, desde luego, que cambiarle de denominación.

 

Los reformadores se quedaron a mitad del camino, no complementaron la reforma, si es que tuvieron un concepto claro de lo que ella importaba. El proceso que parecía diseñarse era otro, de carácter declarativo, pero más breve, más sumario que el ordinario o común. Sin embargo, no llegaron a complementarlo o definirlo.

 

Y es que es otro tipo de proceso diferente del ejecutivo propiamente dicho el que se está estructurando por acción de la jurisprudencia y de los reformadores, lo prueba la tendencia a dar amplitud al debate en lo que a las defensas oponibles se refiere y al valor que se atribuye al pronunciamiento.

 

Ya hemos visto que es de la esencia del juicio ejecutivo la indiscutibilidad del derecho; sin embargo, la tendencia es la de admitir la discusión cada vez con más amplitud. También es una consecuencia lógica del carácter de la ejecución que la sentencia no tenga valor declarativo; sin embargo las nuevas leyes provinciales recordadas le atribuyen ese alcance, aunque con ciertas limitaciones.

 

El legislador provincial no ha sido consecuente con el propósito inicial. ¿Cómo conciliar, en efecto, la no-necesidad del embargo con la obligación impuesta al juez de mandar llevar adelante la ejecución? ¿Cómo puede explicarse que se limite el pronunciamiento a disponer se lleve adelante la ejecución o no se haga lugar a ella, si se confiere valor declarativo a la sentencia? ¿Cómo concebir un juicio ordinario posterior al ejecutivo, si en éste puede discutirse la existencia del derecho?

 

En realidad, todos los Códigos de Procedimientos del país legislan sobre el embargo como sobre algo que forma parte integrante del juicio ejecutivo, pero no todos lo hacen con un concepto cabal de la función que esa diligencia desempeña en el proceso de ejecución. Para los códigos más recientes, los de Santa Fe y Córdova, no tienen la misma importancia que para los demás, porque ellos admiten la posibilidad de que la sentencia tenga un mero valor declarativo, no obstante repetir como un estribillo que ésta sólo puede decidir: hacer lugar a la compulsión o desestimar la ejecución (arts. 31 y 319, respectivamente). En el hecho resulta que, para esas leyes, el embargo es necesario y esencial cuando el actor desea llevar la ejecución adelante, y no lo es cuando se contenta con una sentencia declarativa; lo que quiere decir que, según esos códigos, el juicio ejecutivo puede tener otro objeto que el que indica su nombre, esto es, obtener compulsivamente el cumplimiento de una prestación.

 

La ley antigua, la que aun rige en la Capital Federal y en la mayoría de las provincias, con ser atrasada y adolecer de serios defectos, no incurre en esas contradicciones, aunque la jurisprudencia se las atribuya. Esa ley dispone el embargo como diligencia esencial del juicio: limita las defensas; concreta el pronunciamiento a la procedencia o improcedencia de la ejecución, con prescindencia de toda otra declaración; no da valor de cosa juzgada a la sentencia y autoriza el juicio ordinario sin limitación alguna.

 

En todo ello hay un ordenamiento lógico y razonable; los trámites y diligencias establecidos son los unos la consecuencia de los otros: impone el embargo como necesario, porque si se pretende ejecutar debe empezarse por asegurar los bienes sobre los que ha de hacerse efectiva la ejecución; limita las defensas, porque la acción ejecutiva nace del título ejecutivo, y sólo a su validez debe referirse la oposición; reduce o concreta el contenido de la sentencia, porque ella está condicionada al objeto de la acción; autoriza el juicio ordinario porque en el juicio ejecutivo no puede discutirse la existencia de la obligación, dado que no es objeto del litigio.

 

Tanto las leyes antiguas como las nuevas, conceden a los acreedores que disponen de un título ejecutivo dos acciones: una ordinaria y otra ejecutiva. Las dos pueden ejercitarse por separado aunque no simultáneamente. Terminado el ejecutivo, procede el ordinario; pero intentando primeramente el ordinario, el ejecutivo sólo es posible para exigir el cumplimiento de la sentencia. En ese caso se acuerda no ya un juicio ejecutivo, sino un juicio de ejecución de sentencia que tiene vida independiente de aquél.

 

Ahora bien; la posibilidad de estos dos juicios es lógica con el viejo concepto del juicio ejecutivo; no lo es con el criterio de las nuevas leyes. En efecto; el juicio ordinario posterior al ejecutivo, se justifica cuando en éste no se puede discutir sino la bondad del título, pero carece de objeto cuando la oposición del ejecutado puede fundarse en la inexistencia de la obligación. En el primer caso tiene su razón de ser, en el otro no, porque no se explica un doble juicio para el mismo objeto. Si el sumario se considera apto, el ordinario está de más, ya que la ley, al regular el proceso, debe buscar economía de tiempo, dinero y molestias. No se concibe que para un mismo objeto se concedan dos vías: una tortuosa y otra expedita, y amenos que si el interesado elige esta última se le conceda el derecho de intentar después la otra.

 

No hay que olvidar que la acción ejecutiva nace del título ejecutivo y no de la obligación misma, aun cuando en realidad el título consigne o constate la obligación. Es el título el que trae aparejada la ejecución, razón por la cual, aunque la obligación exista, no se puede proceder ejecutivamente si no hay título.

 

De esta distinción entre obligación y título, surge precisamente la existencia de las dos acciones que se reconocen al acreedor que dispone de un título ejecutivo: la acción ordinaria y la ejecutiva. De ahí también que en la ejecución interese la validez del título con independencia de la existencia de la obligación. Por eso es que ésta puede cuestionarse en otro juicio que el ejecutivo, es decir, en el ordinario que la ley autoriza promover ulteriormente.

 

Pero parecería que las nuevas leyes quisieran otra cosa, esto es, que en el mismo juicio ejecutivo se ventilaran y resolvieran las dos cosas: la validez del título y la existencia de la obligación. Tal vez en ello haya alguna ventaja, pero si así fuese, no se ve la razón del juicio ordinario que también autoriza. Por otra parte, se desnaturalizaría el juicio ejecutivo, en el que no cabe otro objeto que el de hacer efectiva la prestación, independientemente de la declaración del derecho de obligación, que puede no haber tenido lugar, y que no es posible obtenerse en el mismo juicio.

 

Lo más derecho entonces, es regular de lleno ese nuevo tipo de proceso, que puede llegar a ser ejecutivo si no hubiese oposición, pero que mientras ello no ocurra, será sólo un juicio declarativo con carácter sumario.