VALENTIN PANIAGUA

30.11.2016 18:30

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ANTE LOS CONFLICTOS DE COMPETENCIA Y EL ANTEJUICIO

Dr. Valentín Paniagua Corazao

 

[Este texto  es una aproximación a la necesidad de una Reforma Constitucional. Discurso a cargo de quien fuera un lúcido y claro jurista: Valentín Paniagua, que rehace y explica con maniobra de artista un fenómeno tan actual como importante: la honestidad política, y las formas de su exigibilidad jurídica, en los dos tipos de sistema occidental: el mundo del Derecho Civil, y el mundo del Derecho Común.

 

El proceso de honestidad política -explica nuestro jurista- se da en el Derecho Civil bajo la institución del Antejuicio, que “a diferencia del “Impeachment” americano, que es un medio para sancionar faltas y no delitos, el Antejuicio es un juicio previo que sirve para expedir la competencia de los órganos jurisdiccionales a fin de poder procesar a los altos funcionarios del Estado…”.

 

En el mundo del Derecho Común (Common Law) -continúa explicando- la institución usada es el Impeachment. Del cual define su propósito y delimita su acción o fuerza: “arrojar de la función pública al funcionario indigno (…). El “Impeachment” no es un instrumento de venganza política, sino de moralización política”.

 

El título del discurso analítico expuesto por don Valentín Paniagua es: El Tribunal Constitucional ante los conflictos de competencia. Allí propone, desde el inicio, la Reforma de la Constitución Política del Perú de 1993, ya que, a «vista de águila», ha encontrado “gravísimos defectos”, que lesionan o dejan de lado derechos tan fundamentales y trascendentales como, por ejemplo, “haber menoscabado la defensa de los derechos humanos.” . No obstante, no se detiene allí, además describe nuestro estado jurídico político actual y dice: “vivimos en lo que algunos denominan el Estado Constitucional de Derecho”. Por eso su preocupación por retrotraer, traer de nuevo, los derechos fundamentales habidos en la Constitución del 79, y olvidados por la Constitución del 93.

 

Dando un “gran salto mortal” -como diría él- hace una inteligente aseveración antipositivista (que revela su concordancia con las necesidades actuales y su mentalidad moderna), y dice: “No es norma constitucional aquella cuyo cumplimiento no puede exigirse”. Esto significaría que evidentemente una norma jurídica no es tal si no es exigible, es decir, si no estuviera investida del elemento coacción (posibilidad legítima del uso de la fuerza), pero coacción legitimada por la voluntad colectiva.

 

Bastaría lo dicho para dejar muy claro la visibilidad extraordinaria de este jurista, pero él, no contento con ello, derrama más elementos de juicio y razonabilidad; y termina advirtiendo que su interés es: “suscitar inquietud, no predicar dogmas», con el fin de que «consigamos coexistir todos”

 

El texto insertado a continuación es un reconocimiento a la calidad jurídica del autor].

 

 

El Estado de Derecho, cuando nace a fines del siglo XVIII, es en la práctica un Estado legal de derecho, en el que hay una proclamación formal de la supremacía de la Constitución, pero no hay mecanismos apropiados para controlar las agresiones o violaciones de los legisladores contra la Constitución. En la práctica impera en ese estado la ley. El parlamento se considera soberano. Por eso, algunos aficionados al Derecho Público en nuestro país, cuando hablan de la soberanía del Congreso, aduciendo que representan al soberano que es el pueblo, recuerdan aquella mentalidad según la cual el Congreso o el legislador  tenia licencia para violar impunemente la Constitución.

 

 Para poner coto a tales excesos nacieron en el mundo los sistemas de control constitucional; pero ese nacimiento obedeció a una concepción diferente de la Constitución. Cuando nacen las Constituciones, en el siglo XVIII, son como proclamaciones líricas, programas políticos hacederos en el tiempo. La Constitución requiere ser una suerte de cauce por el que deben transitar los pueblos y deben ir perfeccionando su conducta para ajustarla paulatinamente al mandato de la Constitución. Más adelante, cuando surge el Estado Social de Derecho, cobra un sentido programático. La Constitución contiene normas que no son exigibles de inmediato y que igualmente deben cumplirse, pero con la diferencia de que siendo normas programáticas resultan de imperativo cumplimiento para el legislador. Incluso surge una institución como la que nos ha explicado de modo tan sugestivo el Dr. García Toma, a punto que si no se regula, hay una acción por omisión, una acción destinada a hacer efectivo el programa contenido en la Constitución. La Constitución ya no sería sólo una proclamación lírica, sino un programa imperativo. Hoy, a puertas del nuevo milenio, ya no vivimos sólo el Estado Social de Derecho, vivimos en lo que algunos denominan el Estado Constitucional de Derecho.

 

Nosotros, desde la Constitución de 1979 hemos dado a este tema el más grande énfasis y por eso hemos consagrado en nuestra Carta dos instituciones destinadas a defender la Constitución. Una, el control difuso, instalado ahora en el numeral 138° segundo párrafo de la Constitución y el otro, el control concentrado, encomendado al Tribunal Constitucional. Desde luego, todos lo sabemos porque la experiencia que hoy estamos viviendo así nos lo enseña. No basta escribir en la Constitución las ilusiones o aspiraciones de un pueblo, se necesita mucho más que eso. Se necesita decisión de hacer cumplir la Constitución, pero en fin, esa es la tarea que nos corresponde como ciudadanos y juristas: luchar para que la Constitución de verdad impere en este país, pero imperará el día que haya un verdadero Tribunal Constitucional.

 

Un Tribunal Constitucional tiene por objeto, como lo sabemos bien, el control constitucional. Hay una Jurisdicción Constitucional de la Libertad. que permite que los derechos puedan hacerse valer ante los jueces a través de acciones de garantías (Habeas Corpus, Amparo, Habeas Data); y hay una Jurisdicción Constitucional Orgánica, que tiene por objeto controlar el ejercicio del poder y aquí se inserta el tema del conflicto de competencias y el del antejuicio. La Jurisdicción Constitucional Orgánica, por lo tanto, pretende ajusticiar a quienes, excediendo las limitaciones impuestas por la Constitución  o por la ley, exceden de sus atribuciones e  invaden la esfera de competencia de otros organismos o sencillamente omiten las acciones o las funciones que por mandato de la ley o de la Constitución les corresponde.

 

Todos sabemos bien que el Tribunal Constitucional tiene la función de resolver los conflictos de competencia que se suscitan entre los poderes del Estado y, en segundo lugar, entre los poderes del Estado y los órganos descentralizados: las regiones y la municipalidad. Al Tribunal Constitucional corresponde resolver estos conflictos a través de un procedimiento semejante al de un juicio común, según el cual aquel que siente agraviada su atribución por otro órgano del poder plantea una demanda al tribunal, se corre traslado de ella al órgano presuntamente agresor, hace la defensa cada quien de sus posiciones y el Tribunal expide una sentencia resolviendo el conflicto y estableciendo a quien compete ejercer la función.

 

Esta acción esta abierta también, o dicho técnicamente, están también legitimados para interponer la acción en el conflicto de competencia los ciudadanos comunes. El conflicto de competencia puede ser positivo o negativo. Positivo, si dos instituciones investidas de poder constitucional pretenden ejercer la misma función; y negativa, si una o más instituciones rehusan ejercer una función que a juicio del interesado debe ejercitarse para satisfacer un derecho o defender un interés. En cualquiera de estos supuestos, cualquier persona legitimada material o moralmente puede recurrir al Tribunal Constitucional y solicitar la solución del conflicto de competencia por omisión, caso en el que el Tribunal sigue el procedimiento mencionado, citando al organismo presuntamente desertor de sus responsabilidades.

 

Esta institución, aparentemente tiene poca importancia. Sin embargo, quisiera llamar la atención de ustedes respecto de la enorme trascendencia que la solución de conflictos de competencia ha tenido en el mundo occidental para construir una de las instituciones fundamentales para democratizar todas las sociedades, sean estados federales o unitarios. Si no hubiera existido una Suprema Corte como la de Estados Unidos, que desde el inicio de la Unión resolvió los conflictos entre el Estado federal y los estados federados podría decirse, en la práctica, que Estados Unidos habría desaparecido y que la guerra de Secesión podría haberse producido o reproducido varias veces, de no haber tenido una Suprema Corte con autoridad suficiente para resolver los agudos conflictos que se suscitaban en el siglo pasado entre el estado federal y los estados federados. Este mecanismo hizo posible distinguir con nitidez el poder federal y el poder estadual y se construir un apropiado control del poder, merced a esa distribución territorial de poder entre el estado federal y los estados federados.

 

Esa experiencia, por ser importantísima, es poca comparada con la que han logrado naciones, como España, que es una monarquía dentro de un estado unitario dividido en autonomías. Podríamos decir, aunque a los españoles no les guste el término, que se ha descentralizado a través de autonomías. Desde 1978 en que se dictó la Constitución española hasta ahora el régimen autonómico español ha podido cobrar el enorme vigor que hoy tiene, a punto que Manuel Fraga Iribarne a escrito una obra muy sugestiva e interesante, titulada “El Impulso Autonómico”, para describir el enorme vigor político económico y cultural que tiene las autonomías españolas dentro de un sistema de distribución racional del poder. Pero ese resultado es consecuencia de una labor paciente, seria y reflexiva del Tribunal Constitucional español, a semejanza de lo que aconteció en los Estados Unidos con la Corte Suprema.

 

Creo que hoy no tiene ningún interés el “Impeachment” inglés porque la institución cayó en desuso: se utilizó en Inglaterra por última vez en 1812 contra Lord Hackins. En cambio, el “Impeachment” norteamericano es una institución interesantísima y su interés radica en que sólo ha sido usada pocas veces. Su eficacia radica precisamente en su fuerza disuasiva, porque es bueno recordar que en Estados Unidos se han procesado a través del “Impeachment” a doce altos funcionarios de los cuales sólo ocho fueron condenados, todos ellos jueces. El único funcionario de alto rango del Poder Ejecutivo que fue procesado fue un Secretario de estado del siglo pasado y un senador al comenzar casi la vida constitucional norteamericana; pero, eso no quiere decir que el “Impeachment” no haya sido utilizado en innumerables oportunidades en Estados Unidos y por eso ha demostrado su eficacia

 

El “Impeachment” norteamericano tiene por objeto sancionar a los altos funcionarios que incurren en inconductas de carácter personal que lastiman o hieren la dignidad y la respetabilidad de la función. No tiene por objeto, como en el Perú, expeditar la jurisdicción ordinaria. En Estados Unidos, todos los altos funcionarios, inclusive el Presidente de la República, no tienen fuero especial. El presidente de la República, los Ministros, los miembros del Congreso y los miembros de la Suprema Corte son juzgados por el juez ordinario, igual que cualquier ciudadano, pero a diferencia de cualquier ciudadano los altos funcionarios pueden ser destituidos de sus cargos cuando cometen un acto que lastima la dignidad de la función que el pueblo norteamericano  le encomendó. El Dr. Clinton, desde luego pudo haber sido destituido, pero no porque cometió un delito, sino algún acto de indecoro, de carácter personal, deshonroso para su alta función. Es propósito del “Impeachment” arrojar de la función pública al funcionario indigno, pero si renuncia, no es posible ya usarlo. El “Impeachment” no es un instrumento de venganza política, sino de moralización política. Merced a este carácter, el presidente Nixon, que había incurrido en un delito por el cual, desde luego, era procesado ordinariamente, renunció y se libró del tremendo riesgo de una destitución. Y recordarán ustedes recientemente que mucha gente sugería al presidente Clinton que renuncie a sus funciones para librarse del riesgo de un “Impeachment”, que habría acabado en su destitución.

 

En el Perú recogimos esta institución, en sus rasgos fundamentales, en nuestra Carta de 1828 y por eso hay quienes dicen que el Perú tomó el “Impeachment” de la Constitución americana y lo incorporó en su tradición Constitucional. No es así. Roberto Ramírez del Villar sostuvo con acierto hace muchos años, en un dictamen que fue fundamental para orientar la actividad de la Cámara de Diputados en 1980, que el antejuicio peruano es de origen gaditano; es decir, que no la trajimos de Estados Unidos, sino de la Carta de Cádiz, como de la Constitución convencional francesa de 1791. ¿Por qué? Porque, a diferencia del “Impeachement” americano, que es un medio para sancionar faltas y no delitos, el antejucio es un juicio previo que sirve para expedir la competencia de los órganos jurisdiccionales a fin de poder procesar a los altos funcionarios del Estado. Si el Congreso no declara haber lugar de formación de causa, el funcionario acusado de la comisión de un delito no puede ser sujeto a juicio.

 

Esta fue la institución que tuvimos en el Perú desde 1828 hasta 1993. A raíz del procesamiento del ex presidente Alan García esta institución sufrió una serie de modificaciones que se han introducido en la Constitución actual y que aparecen en los artículos 99° y 100°. La institución ha sido radicalmente desnaturalizada. Por un lado, es un antejuicio tradicional, un procedimiento previo en el que el Congreso determina y establece la procedibilidad de una acusación, determinando si hay indicios de la comisión de un delito y luego, declara la cuestión de responsabilidad que hay lugar a formación de causa y cuando tal declara el funcionario así acusado pasa así a ser juzgado por la Corte Suprema a través del procedimiento que describe claramente el artículo 100°. Pero al modificarse la Constitución se le introdujeron pequeños detalles y una frase que ha configurado en el Perú una institución monstruosa.

 

Dice la Constitución que el Congreso puede destituir e inhabilitar a altos funcionarios e inhabilitarlos hasta por diez años. Hay quienes han interpretado que en el Perú hay dos diferentes instituciones: el antejuicio, por cuya virtud se declara expedita la jurisdicción de la Corte Suprema para el juzgamiento de los delitos del alto funcionario, y una suerte de juicio político, semejante al de Estados Unidos, con la diferencia de que en el Perú el alto funcionario no se salvará de la sanción del Congreso renunciando, porque en nuestro caso no solo puede seguirse al funcionario en actividad sino también a funcionarios que han cesado en el cargo hasta cinco años después. Esto no es un juicio político, sino una institución monstruosa, un arma de descalificación política, que ha servido para consumar, como hemos sido testigos, un acto de nefasta arbitrariedad al destituir a tres magistrados del Tribunal Constitucional.

 

            Si en el Perú queremos establecer una institución semejante al juicio político norteamericano, para alejar de la función al funcionario que lastima la dignidad de la función sin incurrir en delitos, pues establezcamos el Juicio por Responsabilidades Oficiales. En mi opinión muy modesta, creo que luego del pronunciamiento del Congreso debía encomendarse al Tribunal Constitucional o a la Corte Suprema determinar si la sanción que propone el Congreso es no apropiada y por qué razón. Porque en el Estado Constitucional de Derecho no caben ya sanciones políticas y nada puede ser dejar de ser justiciable. Por eso otra reforma tiene que ser aquella que modifique el articulo 200° y establezca que no  procede el amparo contra las sentencias judiciales, como si en materia de inconstitucionalidad pudiera haber áreas o zonas de inmunidad o impunidad. En materia constitucional nadie está dispensado de cumplir la Constitución. Tampoco los jueces cuando dictan sentencias y cuando violan la Constitución en sus sentencias, lo mismo que el Congreso, deben poder ser llevados al banquillo de los acusados en Tribunal Constitucional.