Opciones de intérprete - Luis Diez Picazo

20.11.2016 20:29

OPCIONES DEL INTÉRPRETE Y CRITERIOS HERMENÚETICOS

Luis Diez Picazo

 

Las variantes de la interpretación y las opciones del intérprete: problemas que plantean.- La libre búsqueda e investigación del derecho o escuela del derecho libre. El sistema de la creación judicial del derecho.- La interpretación vinculada y los cánones o criterios hermenéuticos.- El literalismo y su crítica.- La interpretación subjetivista y la llamada voluntad del legislador.- Las direcciones objetivas y la idea de la voluntad de la ley.- Los medios o instrumentos de la interpretación.- Investigación histórica del derecho y jurisprudencia historicista.- La interpretación lógica: la interpretación gramatical.- Gramática y lenguaje.

 

 

Toda interpretación(1) sitúa al intérprete ante una serie de opciones o de variantes. Según que se siga una u otra, la solución del problema puede ser diferente. En ello se encierra toda la tragedia, pero también la grandeza, de la labor interpretativa.

 

El mejor camino para comprenderlo es quizás el camino de los ejemplos. Hay dos que a mí siempre me han seducido y que pueden ponernos sobre la pista de la enorme dificultad de una tarea como ésta, sólo en apariencia simple.

 

El primero de estos ejemplos nos lo proporciona Wihelm Sheuerle(2). El monasterio de St. Gall se regía por la regla de San Benito, que prohibía terminantemente que las mujeres pudiesen pisar el umbral del monasterio. Era patrono y protector del mismo y señor territorial el duque de Suabia, título que recibió en el siglo X la duquesa de Hadwig, a quien el cronista describe como una joven viuda de noble aspecto y rara belleza, pero con un espíritu cortante y un áspero corazón dentro del pecho. Manifestó la duquesa su voluntad de visitar la abadía y de conocer la vida de los monjes, y el problema quedó planteado. La aplicación de la regla parece que debía conducir a los monjes a impedir la entrada de la duquesa por razón de su sexo. La interdicción de la entrada a quien era portador del título de patrono y gran protector podía acarrear funestas consecuencias y poner en peligro el futuro de aquella casa de Dios. Convocó el abad un capítulo y concedió la palabra a los monjes por el orden inverso al de su edad, por lo que fue el primero en hablar el maestro Ekkehard (“Sape iuniori dominus revelat quod melius est”). Ekkehard habló así: La duquesa es el patrono de nuestra abadía y en esta calidad debe ser considerada como un hombre, y si nuestra regla es estricta, que entre sin poner los pies en el umbral.

 

El segundo ejemplo que suelo contar con frecuencia se inspira, con algunas variantes, en un texto de Recansens, que a su vez lo toma de Radbruch y de Petrazcicky(3). En todos los vagones de ferrocarril se encuentra una placa metálica donde se transcribe un extracto del reglamento de policía de los transportes. Figura allí una regla según la cual está prohibido viajar con perros. ¡Los perros, a la perrera! Pues bien, en una ocasión dada sube al tren un campesino portador de una cabra. En la discusión entre el viajero y el revisor, el primero, de acuerdo con el texto y con la lógica estricta, parece tener la razón. El revisor en cambio piensa que tanto da un perro como una cabra. Es decir, que la cabra es un perro para los efectos de la ley. Esta discusión es un debate tan antiguo como la historia del derecho. Ulpiano recuerda en Dig. 9, 1,1, que la Ley de las Doce Tablas concedía una acción “si quadrupes pauperiem fecisse”. Pero en una ocasión llegaron a Roma unos avestruces africanos y ante los deterioros que su paso causó, Paulo dijo que “haecc actio competit et si non quadrupes sed aliud animal pauperiem facit”. Es decir, los avestruces son cuadrúpedos para los efectos de la “actiio de pauperie”.

 

Como decía, al final de toda interpretación hay, por lo menos, una serie de variantes o de opciones entre las cuales el intérprete debe decidir.

 

Los problemas centrales de la interpretación jurídica se plantean precisamente en torno a estas opciones y estrictamente son los siguientes. Esas opciones, ¿debe ajustarse a unas reglas, cánones o criterios establecidos? Si la respuesta es esta última, ¿cuáles son estos cánones o criterios?

 

El primer problema consiste en dilucidar si el intérprete del derecho ha de proceder en la tarea interpretativa sujetándose a determinadas reglas o a cánones o esquemas que se encuentran preestablecidos, o si por el contrario, dispone de una libertad absoluta para llevar a cabo su cometido.

 

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A comienzos del presente siglo se desarrolló en Europa una corriente doctrinal que preconizó una libre interpretación, una libre búsqueda y una libre investigación del derecho y que fue llamada por ello “escuela del derecho libre” (“Freirechtschule”)(4). La escuela de derecho libre fue en cierta medida una reacción frente al formalismo y frente al legalismo de los tiempos anteriores, tratando de superar las inconsecuencias y las injusticias a que muchas veces condujo una aplicación mecánica y literal de los textos legales. Representa de algún modo un movimiento afín a los que en el campo del arte se producían contemporáneamente como un intento de liberación de los cánones clásicos. Pero, como ha dicho Heck, la libre búsqueda del derecho consistía “de facto” en la posibilidad de decidir sin ley. Se intenta alcanzar el orden y la justicia por medio de decisiones de casos concretos que el juez en cada momento adopta libremente(5).

 

En su forma más pura, conduce a un sistema de creación judicial del derecho («judge make law»), que es contrario, no sólo a las tradiciones, sino también a la constitución jurídico-política de los países de la Europa continental. Cabe, además, observar que incluso en los países de “Common law”, donde la función de creación judicial se desarrolla con mayor amplitud, el juez nunca decide con absoluta libertad, sino que está vinculado por los precedentes. Los precedentes son decisiones anteriores cuya doctrina ha venido siendo hasta el momento observada.

 

En una forma más atenuada, se ha preconizado, en aquellos países en que el derecho se encuentra cristalizado en forma de ley, una libre iniciativa judicial para colmar las lagunas o los vacíos de la ley, o cuando menos, para optar entre las diversas variantes que el texto legal ofrece.

 

La libertad absoluta del intérprete no parece que sea defendible. El intérprete del derecho no realiza como el artista una obra individual, sino que cumple una función social. Sus decisiones están llamadas a producir consecuencias en otras personas y estas personas es justo que sean tratadas de una manera uniforme. La seguridad jurídica impone que las decisiones sobre casos iguales sean también iguales y que los ciudadanos puedan en una determinada medida saber de antemano cuáles van a ser los criterios de decisión que han de regir, sus asuntos. De otro lado, la libertad absoluta del intérprete, que en determinados casos podría llevar a una justicia mayor, entrega al ciudadano al arbitrio del juez, con todos los peligros que ello acarrea.

 

El derecho de los ciudadanos a la seguridad jurídica obliga a rechazar la llamada libre búsqueda del derecho y al intérprete a actuar de acuerdo con unos criterios conocidos.

 

La interpretación debe encontrarse en alguna medida vinculada por unos cánones o criterios que el intérprete debe seguir. ¿Cuáles son estos cánones o criterios hermenéuticos? No es ésta una cuestión fácil de esclarecer. La primer posibilidad que ocurre es la del respeto a un texto preestablecido, a un texto legal.

 

Frente al tenor textual de una norma jurídica, caben dos actitudes vitales completamente distintas. La primera es una actitud de total y absoluto respeto ante la letra de la ley. Lo que la ley literalmente dice es aquello que debe ser estrictamente cumplido. Lo que la ley literalmente no dice no hay razón alguna para suponerlo incluido en ella o para inducirlo. “Quod non est in codice non est in mundo”.

 

La actitud inmovilista frente al texto de la ley puede obedecer a dos tipos de razones. Cabe, por un lado, que sea el producto de la mentalidad primitiva, para la cual el texto legal posee un valor mágico o sagrado, que la impone por su misma índole, un acatamiento ciego e indiscriminado. Suponer en el texto legal defectos de expresión o lagunas es una ofensa hacia el autor del texto, que representa, por decirlo así, una profanación, Cabe, en segundo lugar, que el literalismo sea el producto de una mentalidad fuertemente autoritaria: el legislador es siempre poseedor de la razón y lo que él ha mandado es lo que estrictamente hay que obedecer. Permitir a los abogados a los funcionarios establecer distingos o matizaciones en el mandato, es sembrar la inseguridad y facilitar o abrir el camino para que en definitiva la ley quede total o por lo menos parcialmente incumplida.

 

El literalismo es, sin embargo, un estadio completamente primitivo en la realización del derecho y su superación se produjo ya en los albores mismos de nuestra civilización. La letra mata y el espíritu vivifica -se ha dicho muchas veces-. Hay que encontrar, a través de la letra e incluso más allá de la letra de la ley, el espíritu que anima la ley. La idea de la existencia de una “mens legis” o de un espíritu de la ley y otras ideas análogas, han sido continuamente utilizadas precisamente para indicar cómo el intérprete -que debe fidelidad a la ley- no puede nunca detenerse -precisamente en razón a esta fidelidad- en la letra, sino que debe buscar su verdadero sentido detrás de ella. La letra, las palabras, los textos -cabe decir-, no son, además, otra cosa que fórmulas lingüísticas utilizadas en el seno de un proceso complejo de comunicación social. El destinatario debe tomar las palabras como un instrumento o un vehículo de expresión de ideas. La operación interpretativa es así una búsqueda y una fijación de las ideas que han sido expresadas a través del medio instrumental que es la palabra.

 

La exigencia ineludible de superación del literalismo puro procede de lo que podríamos llamar la inadecuación de la fórmula lingüística utilizada como vehículo de la norma. Esta inadecuación de la fórmula lingüística puede proceder de una defectuosa manera de dar expresión a la idea o bien de concordancia de la fórmula lingüística con las experiencias acumuladas hasta ese momento o con los fenómenos estadísticamente habituales.

 

El literalismo, por último, no permite resolver el problema interpretativo cuando la fórmula lingüística presupone una carga de valor que haya que realizar con el auxilio de elementos extraños al texto (por ejemplo, ojo o miembro principal, cf. art. 420 2.° CP, libro o grabado pornográfico), que son convicciones y creencias vigentes de la vida social.

 

Supuesto que el intérprete debe superar la letra o las palabras y tomar éstas como vehículo de expresión de un espíritu -el espíritu de la ley-, que es el objeto real de la búsqueda, habrá que cuestionar cómo puede tal espíritu ser hallado.

 

La primera respuesta que al interrogante apuntado cabe dar, posee un marcado matriz subjetivista. Toda vez que la ley es un mandato del legislador, lo que debe ser indagado por el intérprete es cuál ha sido la verdadera voluntad que guió al legislador al dictar el mandato. Se trata de saber cuáles eran los propósitos concretos que el legislador tuvo a la vista y cuál fue el espíritu que presidió según ello la redacción de la ley. El objetivo de la interpretación es la “voluntas legislatoris”. Interpretar -decía Savigny- es colocarse en el punto de vista del legislador y repetir artificialmente la actividad de éste. La interpretación, según Windscheid, es la “fijación del sentido que el legislador ha unido a sus palabras”, de tal manera, que el intérprete tiene que penetrar lo más completamente que sea posible “en el alma del legislador” (“in die Seele des Gesetzgebers”). Y Regelsberger por su parte enseñaba que la ley es la expresión de la voluntad del legislador y el contenido de la ley es lo querido por el legislador en cuanto recognoscible para los súbditos.

 

La búsqueda de la voluntad real que guió la creación de la ley no cabe duda que contribuye a una mejor realización de los designios de quien la dictó. Políticamente, tal punto de vista cuadra muy bien con los postulados de un Estado absoluto o totalitario. El intérprete, como servidor de un príncipe o de un jefe, debe tratar de averiguar qué es lo que éste ha querido y complacerle. El subjetivismo, sin embargo, tropezó ya de antiguo con algunos graves inconvenientes de orden práctico. Cuando lo que debe ser aplicado son normas muy antiguas, mantenidas en vigor por una larga tradición, la voluntad del originario legislador pierde todo su interés. Cuando los pandectistas alemanes del siglo XIX o los juristas catalanes casi hasta nuestros días aplicaban el Corpus Iuris Civilis, la voluntad de Justiniano o de los emperadores cuyas constituciones quedaron recopiladas en el Corpus, no tenía ya ninguna trascendencia. Por otro lado, cuando a un legislador uni- personal -un príncipe, un monarca absoluto, sucede un legislador colegial -una Cámara, un Parlamento-, hablar de “voluntad del legislador” no deja de ser una auténtica ficción. Ni siquiera la mayoría que ha dado su aprobación puede configurar una genuina “voluntad”. Por último, cuando el juez y el intérprete dejan de ser los servidores de un legislador absoluto y, en virtud del principio de la división de poderes, actúan como órganos independientes de un Estado democrático, su función adquiere un significado autónomo -administrar justicia-, que si bien se realiza en ejecución de la ley, se desvincula de algún modo de la “voluntad del legislador”.

 

La dirección objetiva ha ido por todo ello ganando cada día más terreno. No se trata de encontrar la voluntad del legislador, sino de encontrar una voluntad objetiva e inmanente en la propia ley (“voluntas legis”). La ley, se dice, una vez que ha sido promulgada, se separa de su autor y alcanza una existencia objetiva. El autor de la ley ha jugado ya su papel y queda detrás de su obra. Su obra es el texto de la ley: la voluntad hecha texto. El posible y efectivo contenido intelectivo del texto de la ley es lo que verdaderamente importa. Es este contenido de pensamiento y de voluntad, inmanente en la ley, lo único que para los objetivistas tienen un valor preceptivo. Las representaciones mentales y las expectativas y los propósitos del legislador que no han alcanzado expresión en la ley, carecen de obligatoriedad. Se dice en este sentido que sólo las manifestaciones de voluntad vertidas en la norma tienen valor vinculante. Por tanto, sólo vale la voluntad que resulta del texto legal. Además, los súbditos deben poder confiar razonablemente en que la ley se aplicará según su sentido objetivo, es decir, según aquel sentido que, razonablemente, la ley les suscite a los destinatarios, y al cual ellos amoldan su conducta, pues de otro modo su confianza y su derecho a la seguridad se verían lesionados, especialmente si con base en una voluntad averiguada “ex post” y no descubrible según el texto, se les imponen obligaciones o sanciones que eran difíciles de esperar o de suponer, dado el sentido objetivo del texto legal. En un Estado de Derecho -se dice-, el autor de la ley está también sometido a ella y debe dejarla actuar incluso contra sí mismo.

 

Por último -se añadirá-, la interpretación objetiva constituye el sistema más idóneo para completar y facilitar el progreso del ordenamiento jurídico. Sólo una interpretación objetiva es capaz de hacer frente a los problemas planteados por fenómenos y situaciones que el legislador histórico no ha conocido ni ha tenido por que conocer. El intérprete debe adaptar incesantemente el ordenamiento jurídico, que está él mismo en incesante renovación, pues dentro de él cada nueva disposición irradia una fuerza nueva sobre las anteriores y, en definitiva, sobre el entero conjunto.

 

Frente al dilema ante el que se encuentra colocada la interpretación -interpretación subjetiva o interpretación objetiva- hemos optado por esta última, porque nos parece la más acomodada a una concepción dinámica del derecho y a la larga la más útil. Una interpretación objetiva significa, según el punto de vista que se adopte, que la atribución de sentido o de significado al texto legal o al signo normativo, o bien la búsqueda y el hallazgo del “iustum” concreto, o bien la reconstrucción de la norma, deben hacerse desde las circunstancias existentes y desde los postulados que tengan vigencia en el mundo en el que el intérprete se mueve.

 

Situados en este terreno y frente a esta finalidad, hay que interrogarse por los medios o por los instrumentos de los que el intérprete tiene que servirse para llevar a cabo su labor. Esta interrogación puede concebirse como una pregunta por las “reglas de la interpretación” o por los “cánones hermenéuticos” y también como una pregunta por los procedimientos u operaciones que, para obtener aquellas reglas, debe el intérprete llevar a cabo.

 

¿Sobre qué medios o con qué elementos debe construirse la interpretación jurídica? A nuestro juicio son, resumidamente, tres: los antecedentes históricos, las reglas del pensamiento o del razonamiento y el análisis del sustrato sociológico o socioeconómico de los intereses en juego. De aquí que pueda hablarse de tres líneas de investigación, según los materiales que en cada una de ellas se empleen -investigación histórica, investigación conceptual e investigación sociológica- y que, extremando los perfiles de esta clara distinción, se haya podido hablar de tres tipos distintos de jurisprudencia: una jurisprudencia histórica, una jurisprudencia de conceptos y una jurisprudencia de intereses. Cada una de ellas no es un fin en sí misma. La investigación debe tender a hallar el sentido total del derecho o la ratio juris.

 

La importancia de una investigación histórica del derecho es generalmente admitida. Se ha señalado, en este sentido, la gran importancia que tiene el conocer el conjunto de circunstancias dentro de las cuales nació una ley o el matiz político o social que tuvo en su origen.

 

Los subjetivistas puros preconizarán un método de investigación histórica y una jurisprudencia historicista. Puesto que de lo que se trata es de descubrir o de reconstruir la voluntad real de un legislador histórico, esta tarea no puede ser llevada a cabo sino con la ayuda de una jurisprudencia historicista.

 

El estudio y el análisis de los documentos y, en su caso, de los testimonios relativos a los trabajos de preparación y las exposiciones de motivos pueden proporcionar para ello datos de inestimable valor. Del mismo modo, los antecedentes -los textos anteriores, las leyes anteriores- podrán esclarecer la voluntad que ha guiado la ley posterior, calibrando en qué medida el legislador se mantuvo fiel a tales precedentes o trató de desviarse de ellos o de modificarlos. Por último, la reconstrucción de las circunstancias políticas, económicas, culturales y sociales por las que atravesaba el país, pueden también iluminar el panorama.

 

La importancia de una investigación histórica subsiste, aunque en orden al fin de la investigación no se adopte una postura subjetivista, sino objetiva. Ocurre que las disposiciones normativas, los textos y las instituciones jurídicas contempladas por ellos están condicionados por las circunstancias sociales existentes en el momento de su nacimiento. Tanto los textos como las instituciones no son otra cosa que respuestas que en un momento histórico determinado se han dado a problemas o a grupos de problemas sociales típicos. En esta función de respuesta, están condicionados por la situación social ante la cual la respuesta se dio. La captación de un “sentido originario” y el rastreo de un “hilo evolutivo” son indispensables para comprender el mensaje inscrito en ellos y para decidir el sentido que actualmente se les debe atribuir.

 

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Aunque haya sido sólo a guisa de ejemplo, hemos estado atareados, en las páginas anteriores, con los artículos 351 y 352 CC, que tratan sobre los tesoros ocultos y sobre los derechos de los halladores. Si tratamos de indagar los antecedentes históricos de estos textos, encontraremos una serie de pasajes del Corpus Iuris Civilis, en los cuales resplandecen por lo menos estas dos características: una, su evidente cariz casuístico y problemático y otra, su intento de ir resolviendo, un poco sobre la marcha, dichos problemas. “Thesaurus -dice Paulo- est vetus quaedam depositio pecuniae, cujus non extat memoria tu jam dominus non habeat, sic enim fit ejus qui invenerit, quod non alterius sit. Aliquid si quis aliquid vel lucri causa, vel metus vel custodiae condicerti sub terra non est thesaurus, cujus etiam furtum fit.”

 

De un examen del texto transcrito se deduce que el jurisconsulto no intentó llevar a cabo una definición dogmática de lo que debe entenderse por tesoro, sino que trató únicamente de hacer una descripción tópica para subrayar o remarcar una característica que le parecía fundamental en relación con el problema planteado: que no existe memoria de ese antiguo depósito, de manera que puede decirse que no tiene ya dueño. En lo fundamental, el razonamiento no sigue una línea dogmática o conceptual, sino una línea argumentativa o problemática: este tesoro será de quien lo encuentre, porque no es de otro. Sin embargo, a renglón seguido, el texto añade que, cuando es conocido el que lo ha introducido “sub terra”, con ánimo de lucro o por miedo o por una razón de custodia, si se apodera de él el que lo encuentra, existe hurto. Este último punto nos permite descubrir que, inicialmente, el problema jurídico ha sido seguramente el determinar cuándo hay hurto y cuándo, por el contrario, hay una adquisición para el descubridor por tratarse de una “res nullius”.

 

Sin embargo, en otro pasaje perteneciente a Calístrato y recogido en el Digesto, 49, 14, 3, 10, se dice que, si el tesoro es descubierto en un lugar perteneciente al fisco o en lugares públicos o religiosos o dentro de un monumento, las constituciones imperiales habían establecido que la mitad le fuera entregada al fisco. A la misma solución se llega cuando los tesoros son descubiertos en una posesión del César. Lo cual parece que es una solución de compromiso, que consiste, en definitiva, en un privilegio.

 

Por último, en la Instituta (II, 1, 39), la solución privilegiada, antes admitida para los lugares fiscales, públicos o del César, se generaliza, permitiéndose la reclamación de la mitad a todo propietario.

 

He traído a colación este ejemplo en la medida en que puede darnos una idea de lo que representa una investigación histórica que ayude en nuestro caso a comprender los arts. 351 y 352 CC. Toda investigación histórica desmitifica (por decirlo con una palabra de moda) el texto legal y le devuelve su originario sentido. Dicho de otro modo, lo repristina y permite situarlo dentro de sus justas proporciones. En el caso del tesoro oculto, este fenómeno se observa con bastante claridad. No existe una categoría dogmática ni mucho menos institucional, sino simplemente la descripción de unos supuestos de hecho producidos con una cierta frecuencia, que tienen probablemente su origen en la costumbre o en el hábito de enterrar determinadas riquezas con objeto de custodiarlas mejor, para apartarlas de los apetitos o de la avidez de otros. El hecho de que el tesoro normalmente se encuentre “sub terra” aparece con bastante claridad en el texto de Paulo. Por lo demás, existen unos problemas concretos, que el jurisconsulto va tratando de resolver, sirviéndose para ello de razones o de argumentos: si existe o no una “res nullius”, si existe o no un hurto, etc., etc.

 

El segundo de los medios de interpretación lo constituye la interpretación que procede de acuerdo con las llamadas reglas del pensamiento o del razonamiento humano. “Grosso modo”, cabe hablar de un tipo de interpretación lógica, aun cuando, como luego veremos, el calificativo suscite evidentes dudas y sólo en muy corta medida pueda hablarse aquí de una lógica estricta. Una operación interpretativa que utiliza la vía del razonamiento o la vía del pensamiento comprende, en mi opinión, tanto lo que entre los juristas suele llamarse “interpretación gramatical”, como aquella otra que se apoya o se fundamenta sobre operaciones intelectuales.

 

El punto de partida de este tipo de interpretación suele venir constituido, en la mayor parte de las ocasiones, por un elemento literal o filológico que es la letra o el tenor del texto en el cual se encuentra encerrada la norma jurídica.

 

Para aludir a este aspecto de la interpretación, que opera sobre el texto o el tenor de la norma, se vienen hablando de antiguo en la literatura jurídica de una “interpretación gramatical”. Los juristas no se han ocupado, por lo general, de profundizar en la materia, limitándose a afirmar que interpretación gramatical es aquella que sigue las reglas de la gramática. Habría, sin embargo, que preguntarse de qué manera puede contribuir y contribuye la gramática al esfuerzo hermenéutico.

 

Ante todo, en la investigación gramatical existe lo que podríamos llamar una interpretación semántica o filológica. Mediante ella se trata de fijar el sentido o los posibles sentidos que posee cada una de las palabras intercaladas en el texto, considerando cada palabra en sí misma. La palabra utilizada en la ley opera como un instrumento del pensamiento. Refleja el pensamiento que guió al que pronunció la palabra o redactó el texto. Al mismo tiempo, la palabra sirve de instrumento y de vehículo en el proceso de comunicación y suscita una serie de ideas en el destinatario, es decir, en el lector o en el oyente. La palabra funciona así en cuanto expresión de la idea del emitente y en cuanto causa de la idea del destinatario. Pues bien, la interpretación semántica es una fijación de la relación entre la palabra y las ideas de la que puede ser reflejo o causa. Esta fijación debe hacerse en una forma que sea coherente con el conjunto del texto y con el contexto o situación que el texto presupone.

 

La fijación semántica del sentido de la palabra adquiere una gran importancia cuando la palabra, como ocurre con cierta frecuencia, es equívoca. Son equívocas aquellas palabras cuyas posibles significaciones son varias o, dicho de otro modo, aquellas que pueden ser reflejo de o suscitar ideas diferentes. La función de la interpretación se presenta entonces como una opción o decisión entre los diferentes sentidos posibles. Esta actividad no es ya, en rigor, una actividad gramatical. La gramática interviene sólo suministrando cada una de las variantes.

 

Tómense los siguientes ejemplos: 1) La palabra “profesor”, v. gr., en el art. 1.967, 2 CC, puede aludir a una persona que enseña, pero puede aludir también a una persona que ejerce una profesión o arte. 2) La palabra “mueble”, v. gr., en el art. 349 CC, puede significar todas las cosas que pueden ser movidas o ser trasladas de una parte a otra, o bien los enseres que sirven de comodidad o de adorno en una casa. 3) La palabra “carrera”, utilizada por el art. 1.409, tiene múltiples sentidos, como pueden ser el hecho de correr, el lugar destinado a ello, una profesión u ocupación, la enseñanza de una ciencia o arte.

 

La fijación gramatical del sentido de la palabra exige un análisis del lenguaje, que deberá entenderse referido fundamentalmente a los usos lingüísticos de la comunidad histórica de la cual el texto procede (por ejemplo, mesón, mesonero, etc.) y a los peculiares usos lingüísticos o de técnica del lenguaje empleados por el concreto legislador de que se trate o de aquél de quien el texto proceda (por ejemplo, peces, en el art. 613 CC). El análisis lingüístico puede proporcionar también el sentido que podemos llamar usual o vulgar, es decir, el sentido general en una comunidad determinada y el sentido técnico-jurídico, es decir, el significado peculiar que la palabra recibe en el lenguaje de los juristas (por ejemplo, “repetir”, en el art. 1.904; “tradición”, en el art. 609).

 

La interpretación gramatical, puede ser, en segundo lugar, una interpretación sintáctica. La interpretación sintáctica no se dirige ya a la fijación del sentido de una palabra, sino a la fijación del sentido de una proposición entera, a través de la coordinación gramatical que dentro de ella tienen las diferentes palabras y su respectivo valor. Se toma en cuenta el que la palabra sea adverbio o pronombre, el que sea adverbio de tiempo o pronombre personal, el que sea complemento directo o complemento indirecto, utilizando para ello las reglas convencionales del desarrollo del lenguaje.

 

Por ejemplo. 1) La conjunción disyuntiva “o”, empleada por el art. 1451 CC, gramaticalmente da a entender que el precepto se refiere de una manera separada a las promesas en que una persona se obliga a vender y a las promesas en que una persona se obliga a comprar (promesa llamadas unilaterales), pero no a las promesas en que ambos partícipes se vinculan (promesas bilaterales), porque en tal caso debería haber sido empleada la conjunción copulativa “y”. 2) El pronombre “ella”, utilizado por el art. 1.202 CC -el efecto de la compensación es extinguir una y otra deuda en la cantidad concurrente, aunque no tengan conocimiento de ella los acreedores y deudores- es el nominativo del singular del pronombre personal de tercera persona. En la frase transcrita, sin embargo, está utilizado en función de pronombre demostrativo -ésta, aquélla-. El innecesario “conocimiento” puede entenderse referido a la “compensación” -conocimiento de la compensación- o a la cantidad concurrente.

 

Otras veces el problema gramatical puede derivar de la diferente situación que partes componentes poseen dentro de la oración gramatical. Por ejemplo, al art. 1.334 CC dice que “será nula toda donación entre los cónyuges durante el matrimonio”. La proposición anterior puede entenderse en el sentido de que toda donación que los cónyuges se hicieren durante el matrimonio es nula, pero puede entenderse también en el sentido de que una do- nación entre cónyuges es nula durante el matrimonio deja de serlo después.

 

En rigor, la gramática, como ha señalado Ferrater Mora6 , funciona a base de puras convenciones. El autor citado dice que aunque los juegos lingüísticos pueden jugarse en ocasiones de acuerdo con ciertas reglas gramaticales, las verdaderas reglas de dicho juego no son, estrictamente hablando, gramaticales y que, si se quiere seguir hablando de “gramática”, habría que agregar que se trata de una “gramática profunda”. La mayor parte de las veces el lenguaje procede a través de puras convenciones, o de usos y hábitos, y de los “modos de hablar que se hallan entretejidos con los del vivir y del actuar. En el lenguaje ordinario, el descubrimiento del sentido se produce normalmente a través del contexto. En el lenguaje ordinario, el descubrimiento del sentido se produce normalmente a través del contexto. En el lenguaje legal ello es mucho más difícil y a veces imposible, por cuanto que el contexto o no existe o es sumamente borroso. ¿Qué contexto utilizaremos para descubrir el sentido del art. 1.202 sobre el efecto de la compensación o el del art. 1.334 sobre la nulidad de las donaciones entre cónyuges? La gramática y el tenor textual constituyen sin duda elementos muy útiles para una labor hermenéutica, pero constituyen tan sólo el primer estadio de la interpretación jurídica.

 

La gramática y la lingüística proporcionan al jurista una serie de materiales. Se trata, sin embargo, de unos materiales que han de ser más tarde utilizados por el razonamiento jurídico, pero que no lo sustituyen. Por eso la gramática no es nunca un tipo de interpretación jurídica, sino una investigación previa a la verdadera y genuina interpretación. La gramática proporciona los materiales, pero éstos han de ser utilizados por el razonamiento jurídico.

 

¿Cómo se produce este “razonamiento jurídico”? La evolución experimentada en los últimos años es muy profunda y no podremos abordar la materia en este lugar con toda la amplitud deseable, aunque es conveniente que nos detengamos en el tema al menos unos instantes.

 

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1 Las páginas subsiguientes estaban ya anticipadas en mi trabajo sobre “La

interpretación d ella ley”, en Anuario de Derecho Civil, 23, 4. 1970, pág. 711, y en publicaciones de la Academia Valenciana de Jurisprudencia, 1969.

2 En Archiv fû die Civilistische Praxis, 196, pág. 645.


3 Filosofía del Derecho, edic. 1961, pág. 645.


4 Ehrlich, Freie Rechtsfindung, 1905; Grumdlegung des Soziologie des Rechts, 1912;

Kantorowicz, Der Kampf um die Recbtswissenschaft, 1906.


5 En Arhiv fûr die Civilistische Praxis, 1914, pág. 20 y sigs.

6 Indagacions sobre el lenguae, ct., pág. 66 y sgs.