Los límites de la Interpretación - Umberto Eco

21.10.2016 21:03

LOS LÍMITES DE LA INTERPRETACIÓN([1])

Umberto Eco

Escritor y semiólogo italiano.

 

[Umberto Eco. Autor de incógnitas lingüísticas, es un escritor de sorpresas. Escribió entre tantos, un libro sugestivo, provocador y antiacadémico, denominado “Como hacer una Tesis”, en la que proponía, entre otras técnicas, que quien hiciera una tesis podía tomar varios caminos: hacerla  por cuenta propia, mandarla hacer a otro, o copiarla: “...si son víctimas de una ordenación jurídica paradójica que les obliga a doctorarse para resolver dolorosos problemas económicos, tendrán que hacer dos cosas: (1) invertir una suma razonable para encargar la tesis a otra persona; (2) copiar una tesis ya hecha unos años antes en otra universidad (no conviene copiar una obra ya impresa, aunque fuera en lengua extranjera; pues a poco informado que esté el profesor, deberá conocer su existencia; pero copiar en Milán una tesis hecha en Catania ofrece razonables posibilidades de éxito; naturalmente, hay que informarse de si el ponente de la tesis ha enseñado en Catania antes de ejercer en Milán; y además, copiar una tesis supone una inteligente labor de investigación). / Está claro que los dos consejos que acabamos de dar son ilegales. Sería como decir: «si te presentas herido en la casa de socorro y el médico no quiere atenderte, ponle un cuchillo en el cuello». En ambos casos se trata de actos desesperados. Hemos dado nuestro consejo de modo paradójico para remachar que este libro no pretende resolver graves problemas de estructura social y de ordenación jurídica.” (Como hacer una Tesis. Humberto Eco, pág. 22, 23.). El anterior extracto basta para darnos cuenta de frente a qué tipo de autor  estamos. No es de aquellos que como cualquier lector distraído pensará, valida el plagio, sino que intenta describir el destino de su libro: a los que quieran hacer realmente una tesis y se den tiempo para ello. Esa forma de desprenderse de todo concepto moral para ingresar en un mundo de lo lúdico, de lo prolijo pero sin esgrimir latigazos moralistas es lo que asombra en su creación. Elegir el camino del plagio, está claro para el autor y para nosotros, es un acto ilegal. Umberto Eco, deja el lado moral para mostrarnos el camino de la técnica, de la filosofía; escribe su libro “Como hacer una Tesis” para los amantes de la investigación y desvía o envía a otros menesteres a los otros. No quiere que su libro se convierta en un manual de desesperados, sino en un texto de complacencias. Es un verdadero estilista. Ese texto fue suficiente para que luego comprendiera que Eco era un genio. Escritor y filósofo italiano, su retrato lo describe con barba blanca, lentes y un sombrerito de aquellos que se veían en las películas antiguas. Escribió entre otras obras “En nombre de la rosa”, que fuera llevada al cine.]

 

 

 

 

El Texto de Voltaire[2] (*)

 

Zadig comprobó que el primer mes de matrimonio, como está escrito en el libro de Zend, es la luna de miel, y que el segundo es la luna de ajenjo. Poco después tuvo que repudiar a Azora, demasiado intratable ya, y buscó la felicidad en el estudio de la naturaleza. «No hay mayor ventura, decía, que la de un filósofo que lee en ese gran libro que Dios ha puesto ante nuestros ojos. Las verdades que descubre son suyas: alimenta y eleva su alma, vive tranquilo; nada teme de los hombres, y su tierna esposa no viene a cortarle la nariz.» Convencido de ello, se retiró a una casa de campo a orillas del Éufrates. Allí no se entretenía en calcular cuántas pulgadas de agua corrían en un segundo bajo los arcos de un puente, o en si caía una fracción cúbica más de agua en el mes del ratón que en el del cordero. No ideaba hacer seda con telarañas, ni porcelana con botellas rotas, sino que estudió sobre todo las propiedades de animales y plantas, y adquirió pronto una sagacidad que le descubría mil diferencias allí donde los otros hombres no ven más que uniformidad.

 

Un día, paseando cerca de un bosquecillo, vio acudir corriendo hasta él a un eunuco de la reina, seguido por varios oficiales que parecían extremadamente preocupados, y que corrían de acá para allá como hombres fuera de sí que buscan algo muy precioso perdido. «Joven, le dice el primer eunuco, ¿no habéis visto el perro de la reina?» Zadig contesta con modestia: «Es una perra, y no un perro. —Tenéis razón, replica el primer eunuco. —Es una perra setter muy pequeña, añadió Zadig; ha parido hace poco; cojea de la mano izquierda y tiene orejas muy largas. —¿La habéis visto, claro?, dice el primer eunuco jadeante. —No, contesta Zadig, nunca la vi, ni supe nunca que la reina tuviera una perra.»

 

Precisamente en aquella misma época, por una rareza ordinaria de la fortuna, el mejor caballo de la cuadra del rey se le había escapado de las manos a un palafrenero en las llanuras de Babilonia. El montero mayor y los demás oficiales corrían tras él tan preocupados como el primer eunuco tras la perra. El montero mayor se dirigió a Zadig, y le preguntó si no había visto pasar el caballo del rey. «Es, contestó Zadig, el caballo que mejor galopa; tiene cinco pies de altura y el casco muy pequeño; lleva una cola de tres y medio de largo; los adornos del bocado de su freno son de oro de veintitrés quilates; sus herraduras de plata de once denarios. —¿Qué dirección tomó? ¿Dónde está?, preguntó el montero mayor. —No lo he visto, contestó Zadig, y nunca oí hablar de él.»

 

El montero mayor y el primer eunuco no dudaron por el momento de que Zadig no hubiera robado el caballo del rey y la perra de la reina; lo mandaron llevar ante la asamblea del gran Desterham, que lo condenó al knut y a pasar el resto de sus días en Siberia. Apenas fallado el juicio aparecieron el caballo y la perra. Los jueces se vieron en ¡a dolorosa necesidad de rectificar su sentencia, pero condenaron a Zadig a pagar cuatrocientas onzas de oro por haber dicho que no había visto lo que había visto. Primero hubo que pagar la multa; luego se le permitió a Zadig defender su causa en el consejo del gran Desterham; habló en estos términos.

 

«Estrellas de justicia, abismos de ciencia, espejos de verdad, que tenéis el peso del plomo, la dureza del hierro, el destello del diamante, y mucha afinidad con el oro, puesto que se me permite hablar ante esta augusta asamblea, os juro por Orosmade que nunca vi la respetable perra de la reina, ni el caballo sagrado del rey de los reyes. Esto es lo que me ha pasado. Me paseaba hacia el bosquecillo donde luego encontré al venerable eunuco y al muy ilustre montero mayor. Vi en la arena las huellas de un animal, y fácilmente deduje que eran las de un perrito. Surcos ligeros y largos, impresos en las pequeñas eminencias de arena entre las huellas de las patas me han dado a entender que era una perra cuyas ubres colgaban y que por lo tanto había tenido cachorros hacía pocos días. Otras huellas en distinta dirección, que parecían haber rozado la superficie de la arena al lado de las patas delanteras, me mostraron que tenía orejas muy largas; y como me fijé en que la arena había sido menos hollada por una pata que por las otras, entendí que la perra de nuestra augusta reina era un poco coja, con perdón.

 

En cuanto al caballo del rey de reyes, sabéis que paseándome por los caminos de este bosque, vi señales de herraduras; estaban todas a igual distancia. Este caballo, dije, tiene un galope perfecto. El polvo de los árboles, en un camino estrecho que no tiene más de siete pies de anchura, estaba un poco quitado a derecha y a izquierda, a tres pies y medio del centro del camino. Este caballo, dije, tiene una cola de tres pies y medio, la cual, al moverse a derecha e izquierda, ha barrido el polvo. He visto bajo los árboles, que formaban una bóveda de cinco pies de altura, las hojas recién caídas de las ramas; y he sabido que este caballo las había tocado y por ende que tenía cinco pies de altura. En cuanto al bocado del freno, debe ser de oro de veintitrés quilates; pues se ha restregado contra una piedra a la que he reconocido como piedra de toque y que he probado. Por fin juzgué, por las marcas que sus herraduras dejaron en piedras de otra clase, que llevaba herraduras de plata fina de once denarios.»

 

Todos los jueces admiraron el profundo y sutil discernimiento de Zadig; la noticia llegó hasta el rey y la reina. No se hablaba más que de Zadig en las antecámaras, en la cámara, en el gabinete; y aunque varios magos opinasen que se le debía llevar a la hoguera por brujo, el rey mandó que se le devolviera la multa de cuatrocientas onzas de oro a la que había sido condenado. El escribano, los ujieres, los procuradores fueron a su casa con gran pompa a devolverle sus cuatrocientas onzas; sólo retuvieron trescientas noventa y ocho por las costas del juicio y sus criados pidieron honorarios.

 

Zadig vio lo peligroso que es a veces ser demasiado sabio y se propuso, cuando se presentara la ocasión, no decir nada de lo que había visto.

 

La ocasión se presentó pronto. Un prisionero de Estado se escapó; pasó bajo las ventanas de su casa. Se interrogó a Zadig, no contestó nada, pero se le demostró que había mirado por la ventana. Se le condenó por ese crimen a quinientas onzas de oro y dio gracias a los jueces por su indulgencia, como es costumbre en Babilonia.

 

«¡Vive Dios!, se dijo para sus adentros ¡Qué digno de lástima es uno cuando se pasea por un bosque por el que han pasado la perra de la reina y el caballo del rey! ¡Qué peligroso es asomarse a la ventana! ¡Y qué difícil es ser feliz en esta vida!»

 

 

 


[1] Umberto Eco. Los Límites de la Interpretación. Editorial Lumen. Pág. 265. Colección dirigida por Antonio Vilanova. Traducción de Helena Lozano. Título original:
/ limiti dell'interpretazione. Primera edición: 1992.

 

[2] * (2. «El perro y el caballo», capítulo tercero de Zadig, edición y traducción de Elena de Diego en Cándido, Micromegas, Zadig, Cátedra, Madrid 1985:206-209.).