Derecho y Economia - Giorgio Del Vecchio

20.11.2016 20:27

DERECHO Y ECONOMÍA

Giorgio Del Vecchio

 

[Francesco Carnelutti escribía en uno de sus múltiples libros, “El Arte del Derecho”, que la sociedad no necesitaría del Derecho si la gente pudiera hacer las cosas por amor, como hacen los padres con sus hijos, sin necesidad de instrumentos de coacción. Así el Derecho dejaría de ser utilizado, sustituido más bien por el sentimiento. Este amor del padre, sin embargo, ha sido también una construcción social, cultural, pues en el tiempo del matriarcado, en el que el padre no sabía siquiera que tenía participación en la creación de los niños, no podía formarse el sentimiento paternal. Pero la idea que plantea Carnelutti, la de sustitución del instrumento para organizar las relaciones sociales abre un espacio para postular nuevas formas de economizar el Derecho, es decir, de cómo utilizar el Derecho sólo allí donde las relaciones sociales no se puedan conectar por el sentimiento u otros instrumentos o factores no represivos. Otra cosa es más bien el Análisis Económico del Derecho, que no es más que el estudio y aplicación de la disciplina jurídica utilizando el visor de otra disciplina social, la economía.  Esta nueva conceptualización o marco en el estudio del Derecho ha sido catapultada, al parecer, por la propuesta traída por Alfredo Bullard, abogado y profesor de Derecho de la ex Pontificia Universidad Católica del Perú, que, al rumor de la cultura intelectual de Derecho, fue discípulo del Jus Filósofo Fernando De Trazegnies Granda (Éste último gran personaje resaltó a nivel nacional, como cosa paradójica, no por su extraordinaria producción jurídica literaria, sino por haber caído en la desgracia de haber sido Ministro de Relaciones Exteriores del Perú, en el mandato presidencial del japonés Alberto Fujimori, y no observarse su real participación –más allá del bien y del mal- al haber logrado culminar el conflicto territorial entre Perú y Ecuador, que no se había resuelto hasta su participación y cuya historia ha sido narrada en un libro suyo denominada: “Testigo presencial” y explicada sucintamente en una entrevista de Cecilia Valenzuela en su programa “Mira quién habla”. Nada de esos logros políticos (plantear y lograr la paz limítrofe entre Perú y Ecuador a través de una estrategia comunicacional impresionante) importaron cuando –según otros rumores- los alumnos de la Ex Pontificia Universidad Católica del Perú, impregnados de “santidad” se decidieron dueños de la moralidad e impidieron a aquel filósofo, dictar sus clases de Filosofía del Derecho. No le valió a De Trazegnies haber traído todo tipo de pensamientos a la orbe del Derecho en el Perú, ni haber escrito extraordinarias obras como: “Notas impasibles”, “Postmodernidad y Pluralismo Jurídico”, “Julio Verne en el Perú”, “Atracción apasionada”, “La responsabilidad extracontractual Volumen IV. 2 tomos”, “Para leer el código Civil”, “Ciriaco de Urtecho: litigante por amor”, “En el país de las colinas de arena”, “La idea del Derecho en el Perú republicano del siglo XIX”, “Pensando insolentemente”, “Imágenes rotas”, “Testigo Presencial. Los trabajos y los días en la búsqueda de la paz verdadera”, ni haber sido, a mi parecer, el motivador de todas las teorías que después vinieron con sus alumnos, como Bullard, con el Análisis Económico del Derecho, que habiendo empezado con un librito encontrado sobre la materia, impulsó la idea, con las teorías de Ronald Coase y los costos de transacción, Gary Becker, y el uso de la economía estadísticamente en la aplicación o explicación de las instituciones del Derecho. La nueva teoría refiere el estudio del Derecho desde el punto de vista de la economía. La postulación de dicha corriente se centra en los costos y los beneficios que producía utilizar el Derecho, los costos de transacción, entre otros instrumentos para la regulación intersubjetiva.

 

En estos tiempos pareciera que el ser humano ha devenido en ser un homus económicus, porque siempre está buscando hacer el menor esfuerzo y obtener los mayores beneficios. Antaño, Francesco Carneluti se preguntaba sobre la misma circunstancia de la economía, y describía que la Economía era antes que el Derecho, porque importaba una postura o “una posición” del individuo. Por otro lado, muchos han creído que es aquella que nace de la preocupación por conseguir riqueza, cómo conseguirlo y llegar hasta el. La economía es, como disciplina, una forma de tratar de administrar los recursos escasos; noción que no tiene la solidez de lo que en la concepción popular se entiende, porque ésta se entiende sólo como una forma para hacer riqueza. Por otro lado, Ronald Coase habría tratado sobre los Costos de Transacción, y con ello puntualizado los efectos de la economía en el Derecho.

 

Conocí a Giorgio Del Vechio en manos de un profesor de Post Grado de Maestría en Derecho Civil y Comercial, que tenía el libro “Derecho Económico”. Él, alto, delgado, rosado, con principios de calvicie, joven aún, y embutido en el concepto de “orgullo” de ser “catedrático de postgrado”, al parecer arraigando nociones personalísimas sobre el “respeto” que deben tenerle los alumnos, y por tal, tratar –discriminando a unos u otros de acuerdo a los ánimos de sus valoraciones, como “inferiores”, parecía pensar que su curso no podía ser aprobado por quienes no asistían regularmente a sus clases. Uno de aquellos descarriados, majaderos por no asistir regularmente -creo el único-, era yo. Así que en esa fecha tuve problemas para aprobar el curso. Recuerdo, pues, que -¡en maestría!- me encontraba pidiéndole a dicho profesor reiterativamente que acepte mis trabajos de investigación, y que me de la oportunidad para demostrarle que merecía aprobar. Pensaba que todo docente inteligente podía percibir quién lo era, o quien era al menos diferente, y yo me pensaba, soberbia y equivocadamente diferente, de pensamiento diferente, con extravíos filosóficos, y pensaba –como casi siempre me pasaba- que aquel profesor habría notado dicha condición –falsa  por supuesto- y me calificaría en tanto demostrara aquello, al menos con mis intervenciones, trabajos de investigación y análisis presentados. Muy tarde supe del dicho de un autor latinoamericano del boom: “Se necesita uno por ciento de inspiración y noventa y nueve por ciento de transpiración”. Así que el profesor, incoado en su vanidad –yo no asistía regularmente a sus clases, porque en realidad me aburría-, se portó como muy reacio conmigo, cosa extraña porque se mostraba muy amable con sus otros alumnos. Pero aunque intentaba, y sabía que era buen docente, yo no podía asistir a sus clases por una u otra razón, y porque nunca he podido soportar mucho tiempo en clases, pues nunca he tenido la tradición de la flagelación, pudiendo evitarlo, y aunque el susodicho profesor tenía un conocimiento cierto, y hasta publicaba pequeños libritos de bolsillo que a mi me agradaban, nunca pude compatibilizar con él, ni como amigo, ni como uno de sus alumnos. A mi me parecía siempre alguien necesitado de algo, no parecía feliz, estaba como algo desesperado por tener éxito, y realmente me alegré cuando me enteré que logró ser vocal superior titular y luego presidente de una de las Cortes Superiores de Justicia del Perú. Fue a aquel personaje que observé tenía el libro “Derecho y Economía”, de Giorgio Del Vecchio, quise pedirle el libro, pero estaba seguro que no me lo prestaría, por lo que he narrado. Muchos años más tarde, en un viaje a Lima, en Azángaro, encontré el libro en copias, y lo compré (¿Receptación?, ¿Delitos contra los derechos de autor?). Era un enorme libro, de menudas letras, que yo pensaba era lo máximo.

 

Con el internet me enteré que Giorgio Del Vecchio había nacido en Bolonia (en la que se supone se inició la primera Universidad de Derecho, donde los que estudiaban dicho arte era para aprender a ser hombres cultos, no para litigar), italiano, filósofo del derecho, catedrático universitario, rector de universidad, y cosa muy sorprendente para mi, adherido al fascismo desde sus inicios. Eso sí que no pude soportarlo. Y entonces dejé de admirar a Del Vecchio, y a separar al texto del hombre, y supe que toda su teoría estaba equívoca en la vida, porque el Derecho es en principio “Libertad”, y hasta me preguntaba ¿cómo puede haber sido fascista, si escribiera en revistas como “Páginas libres”, si era un hombre de Derecho?.  Su vida habría atravesado las dos guerras mundiales y esto parece no haber presagiado la verdadera condición del ser humano, la libertad. Así que mostramos su obra, pero no al autor, aunque en sus nociones sobre Derecho y Economía, expone claramente los conceptos de utilidad, maximización de las satisfacciones y necesidades, mínimo esfuerzo individual posible, entre otras instituciones jurídicas, que ayudarán a entender este complicado mecanismo del Derecho y la Economía, en donde las regulaciones son necesarias para la satisfacción de las necesidades, puesto que siendo los recursos escasos (no todos pueden tener el mismo territorio, la misma propiedad, la misma mujer –incluso-) deben regularse a través del Derecho. Giorgio Del Vecchio tiene, pues, una perspectiva singular y equidistante].

 

 

 

La  ciencia económica se funda, como es sabido sobre el concepto de utilidad, esto es, sobre la hipótesis de que “los hombres son movidos a obrar exclusivamente por el deseo de conseguir la mayor satisfacción de sus  necesidades con el mínimo esfuerzo individual posible”. Desgraciadamente, estos conceptos, que a primera vista parecen bastante claros y precisos, son en cambio, eminentemente equívocos y ambiguos y dan lugar a graves dificultades.

 

La utilidad denota una relación de medio a fin; nada es útil per se, y todo puede serlo, si se adopta como fin, aun cuando sólo sea hipotéticamente, el efecto propio de  un cierto objeto, cualquiera que sea. Así, por ejemplo,  puede suceder que incluso  las cosas consideradas generalmente como más dañosas (por ejemplo, venenos, bacilos pestíferos, etc.), resulten utilísimos e incluso preciosos cuando por un motivo cualquiera (que no ha de ser a la fuerza ilícito: por ejemplo una investigación científica) se desee que produzcan sus efectos propios.

 

Todo ello resulta lo suficientemente evidente, como también es evidente que la utilidad, siendo siempre correlativa con un deseo o propósito o, lo que es igual con un estado de ánimo subjetivo, variable hasta el infinito, (...) da criterio alguno para discernir qué sea, en sentido absoluto, un bien: no indica, en suma,  ningún valor objetivo. Ya Antonio Scialoia (senior) advertía : “útiles, en economía, no sólo las cosas que conservan el individuo o la especie, sino las cosas de que se sabe hacer un uso cualquiera...; y puesto que nuestros deseos emanan de juicios, y puesto que éstos pueden ser rectos o torcidos, verdaderos o falsos, se deduce de aquí que nosotros podemos juzgar como aptas para ser usadas, y por tanto desear como útiles, cosas que acaso nos dañan”.  Naturalmente, la situación no se modifica si, como ha propuesto PARETO, se adopta en vez de la palabra utilidad el término “ofelimidad” (...) que significaría, con precisión, la relación de conveniencia entre una cosa y la necesidad  (legítima o no, ventajosa o no, cualquiera que ésta sea). En efecto, se ha observado oportunamente (por ejemplo, por VALENTI) que este mismo significado es en realidad el de la palabra  útil.

 

Y no se obtiene mayor claridad si se adopta  como fundamental, en vez del concepto de utilidad, el de necesidad; por que también éste tiene un significado subjetivo en eminente grado, y escapa a una determinación verdaderamente objetiva. Se define la necesidad como “el estímulo que bajo la sanción del placer o del dolor aguijonea al hombre a perseguir uno o más objetos del mundo exterior para adaptarlos a los fines de la vida”; pero precisamente, el placer y el dolor, sujetos al influjo de innúmeros factores, son elementos extremadamente variables de uno a otro individuo.

 

Se ha tratado de distinguir las necesidades reales de las imaginarias, precisamente para dar un significado más cierto a aquel concepto fundamental de la economía; pero ha sido observado justamente que una tal distinción no es posible desde el punto de vista económico, porque la apreciación critica de la realidad de la necesidad, sólo puede ser llevada a cabo externamente, es decir, por otros,  mientras que para aquel que siente la necesidad y en cuanto la siente, ésta tiene siempre, naturalmente, un carácter real. ¡Cuantos esfuerzos han realizado en todo tiempo los hombres para procurarse ventajas, o defenderse de peligros, que más tarde se revelaron meramente fantásticos ¡.

 

El caso de sacrificios y de ofertas votivas para que los espíritus se tornasen propicios, no es sino el ejemplo más obvio de una basta y compleja fenomenología histórica, no solamente propia de los tiempos antiguos, que no sería posible eliminar de una consideración científica de los hechos humanos. Toda necesidad efectivamente sentida, cualquiera que sea su naturaleza y fundamento, constituye el término de una relación económica por el solo hecho de que asigna un fin a la actividad, es decir, hace aparecer como útil un cierto objeto.

 

Se podría (y se ha intentado en efecto) diseñar una escala o jerarquía en las necesidades,  comenzando por aquellas más fundamentales, como serían las condiciones físicas o fisiológicas de la vida, para llegar a aquellas otras menos esenciales y por ello menos prepotentes. Pero, una tal jerarquía, referida a la interpretación de la actividad humana, ¿tendría un verdadero valor? Es  lícito dudarlo. Necesidades que a nosotros nos parecían secundarias, habrán tenido alguna vez prelación sobre otras que nosotros reputamos mucho más importantes (p. Ej., parece probado que los primeros vestidos fueron adoptados como medio de adorno, no como defensa contra la intemperie).

 

Las más varias pasiones humanas han ejercitado en cada momento un influjo predominante en la determinación del obrar; por lo cual, ninguna regla absoluta puede formularse respecto a la fuerza de los diferentes móviles de la conducta. Parecería fuera de duda que,  al menos la conservación de la vida, y por ende el temor a la muerte, debiese actuar siempre como motivo preponderante; y sin embargo, ya BACON observó que no hay pasión que no haya  triunfado alguna vez, de aquel temor. Así, los más atroces dolores físicos fueron, no pocas veces, voluntariamente soportados para alcanzar un fin, a menudo de índole puramente moral.

 

Conviene recordar a este propósito, las agudísimas consideraciones de MACAULAY en su ensayo crítico sobre la obra de JAIME MILL, las cuales pueden resumirse así: La afirmación de que los hombres actúan siempre en virtud de intereses personales, es ciertamente exacta, más puramente tautológica: expresa solamente que los hombres hacen, cuando  pueden,  lo que prefieren hacer. Al contemplar las acciones de un hombre, es cuando sabemos con certeza  qué es lo que él mismo considera como interés suyo. El pretendido descubrimiento del principio utilitario, significa tan sólo una simple identidad, a saber,  que al hombre gusta hacer lo que le gusta hacer. Si, después,  dicho principio es entendido en un sentido distinto, es decir, de modo tal que se excluyan algunos de los motivos que pueden determinar las acciones de un ser humano, entonces dicho principio cesa de ser tautológico, pero al mismo tiempo cesa de ser exacto.

 

También por lo que toca a la Economía, el principio de  la utilidad y el correlativo de la necesidad, en el más amplio sentido de estos términos, es decir, como leyes universales del obrar, no hacen sino traducir en forma menos propia, y peligrosa por su ambigüedad, una verdad ya sabida a priori, que tiene su filosófica expresión en el  principio de razón suficiente: en cuya virtud debemos admitir necesariamente que, así como todo fenómeno debe tener una causa, así también  toda acción debe tener un motivo. Basta remitirnos, a tal propósito, al clásico tratamiento que de la cuestión hizo SCHOPENHAUER.

 

Es frecuente, por lo demás que los economistas no se detengan en aquella determinación de carácter general, sino que intenten también definir en un sentido más restringido los conceptos de útil y necesario. Así admiten la llamada “hipótesis edonista”  que atribuye al ser humano un egoísmo fundamental, y supone que todas sus acciones están determinadas por este solo motivo. Pero no es posible desconocer la existencia de motivaciones altruistas, esto es, de numerosísimas acciones que los hombres realizan  para complacer a otros, incluso a costa de un sacrificio propio. La fenomenología de la vida humana es demasiado claramente instructiva a tal propósito. No es necesario detenernos a citar ejemplos, sobre todo de aquellos sacrificios máximos que constituyen la inmortal guirnalda de gloria de la humanidad: desde el de SOCRATES  al de CRISTO. Baste advertir que la vida de las familias y de las naciones, y por ende también de la misma vida individual, no sería posible sin una superación del egoísmo. En una palabra, debemos decir: la historia es metaegoistica.

 

Esto no embargante, los economistas mantienen imperturbables su hipótesis, justificándola precisamente como hipótesis, y declarando explícitamente querer prescindir de todos los demás motivos, diversos, del considerado, aunque puedan ser reales e incluso eficientes junto con este último. Así, por ejemplo, PANTALEONI declara “totalmente irrelevante” la mayor o menor correlación del postulado edonista con la realidad. Con independencia de tal correlación, afirma: “todos los teoremas económicos serán, en cuanto rigurosamente deducidos de sus premisas, verdades incontestables dentro de los límites de la hipótesis, es decir, serán verdades hipotéticas, y nos revelarán cuál sería, en los más variados medios o ambientes, la acción del egoísmo o del interés individual si actuase exclusiva y universalmente”.  Tal hipótesis se concreta, pues, según es sabido, en la imagen del  homo ecconomicus.

 

No puede, ciertamente, negarse y nadie ha jamás negado, que el egoísmo o el cálculo del interés personal sea uno de los móviles principales del alma humana; y así no puede, en rigor,  impugnarse la posibilidad lógica de aquella construcción hipotética; mas es preciso tener y mantener siempre conciencia clara de este carácter que le es propio, y que se evite el peligro, siempre acechante, de trocar la hipótesis por la realidad. De análogo modo, sería posible construir muchas otras doctrinas, fundadas sobre la hipótesis de la eficacia exclusiva de cualquier otro de los móviles que pueden determinar las acciones humanas. Así, por ejemplo, se podría construir una figura hipotética del  homo sexualis, esto es, determinado solamente por el instituto de la sexualidad; o bien del homo higienicus, atento únicamente a cuidar su salud; o bien del  homo politicus, determinado tan sólo por la ambición de participar en el poder público; y así sucesivamente. Más todas estas figuras, no representarían sino falseamientos o, por mejor decir, caricaturas de la realidad; y siempre faltaría por examinar si semejantes construcciones arbitrarias significarían una aportación y en qué medida, al efectivo progreso de nuestro conocimiento.

 

En la realidad (lo ha esculpido ya con su tajante lenguaje BENITO  MUSSOLINI) “no existe el hombre económico: existe un hombre integral, que es político, que es económico, que es religioso, que es santo, que es guerrero “.

 

No obstante el confesado carácter hipotético del  homo oeconomicus, los economistas atribuyen a esta imagen también un cierto contenido de realidad,  sin el cual comprenden que su ciencia resultaría totalmente estéril. Si fuese demostrada la existencia del egoísmo, advierte PANTALEONI, “la Economía sería una cierta ciencia ociosa aunque verdadera”. Pero, al contrario, él sostiene, de acuerdo en esto con la tesis de los economistas en general, que “el egoísmo, o el interés individual,  es una de las causas más frecuentes y generales de las acciones humanas” . De donde resultaría la importancia no sólo teórica sino también práctica de la Economía como  “disciplina normativa” .

 

A pesar de que ha sido muchas veces declarada por los economistas que su ciencia no contradice en modo alguno la moral, sino que es más bien eternamente distinta de ésta, es innegable que puede fácilmente producirse una confusión entre los dos criterios.  Ya el tema característico de la Economía, a saber, deducir todo un sistema de apreciaciones y de leyes de la hipótesis de que el hombre este animado exclusivamente por el egoísmo, parece dotar de una especie de validez científica a semejante móvil, que la moral, en cambio, condena, o mejor dicho quiere cohonestar con los demás  móviles y someter a un más alto principio. El equívoco surge casi inevitablemente cuando la Economía se traduce en fórmulas prácticas, que querrían reflejar la realidad, dictándole al mismo tiempo una cierta norma.

 

No  resulta falto de interés para el investigador, observar las distintas actitudes que los economistas asumen cuando se trata de definir las relaciones de su ciencia con la moral.  Hay quien, como por ejemplo PARETO, ostenta un desprecio escéptico por la moral  in genere, a la cual considera privada de valor científico. Fácil sería, si no resultase aquí por lo menos superfluo, demostrar que semejante desprecio es pura y simplemente incomprensión. Más frecuentemente, los economistas afirman la diferencia entre los dominios de las dos ciencias, y, por ende,  su recíproca independencia.  Así COSSA, por ejemplo, escribía: “La Economía entra en el grupo de las ciencias morales que se llaman sociales y políticas, porque estudian las relaciones entre los hombres que convienen en la sociedad civil y en la política. Por ello no se confunde con la Etica  (doctrina de la virtud, esto es, de los deberes absolutos ), ni con el derecho  (doctrina de lo justo, esto es, de los deberes coercibles), ni con la Política general. La decantada inmisión de los elementos ético, jurídico y político en el campo de la Economía racional, lejos de ennoblecerla, la trastorna”. Otro autor, NAZZANI, se expresaba así: “La Economía política es la ciencia de la riqueza: pero dicha ciencia no pretende que la felicidad humana descanse especialmente en la obtención y en el uso de aquella, y mucho menos que toda la vida del hombre y de la sociedad deba emplearse en el campo de los bienes materiales. Si esta ciencia estudia la eficacia del interés individual, potentísimo entre los motivos que determinan la voluntad humana, está, sin embargo, muy lejos de negar la existencia de los demás y de predicar  la excelencia de aquél, sino que más bien combate sus exageraciones, impugnando en los monopolios el egoísmo de los productores”. Y GRAZIANI  declara: “La Economía política no estudia cuáles sean los fines últimos del agente: esclarece los hechos, pero no los juzga a la luz de los principios éticos”. Omitimos la cita de otras opiniones semejantes, que fácilmente se podrían multiplicar, incluso entre los más recientes escritores.

 

Esto, supuesto, parecería que debiera excluirse de la economía política toda suerte de carácter preceptivo o normativo. Pero de hecho, no es así, sino que, por el contrario, aquellos mismos autores que afirman en general la distinción entre Economía y Ética, atribuyen a la primera un valor de “consejera”. Típico es el ejemplo de un distinguidísimo escritor MARCO  MINGHETTI, quien en un libro merecidamente célebre, en el cual dedica amplias consideraciones a mostrar cómo la Economía es y debe ser subordinada a la Ética, afirma, nada menos, que la Economía  “debe considerarse como óptima consejera tanto en los negocios privados cuanto en los públicos”. Distínguese, a menudo,  entre la Economía entendida  como  arte, y en este segundo sentido, se afirma, a veces,  que puede y debe dar preceptos, si no a los individuos para su conducta privada, al menos a aquellos que actúan socialmente, y en especial a los dirigentes de los Estados, caso en el cual toma el nombre de política económica.

 

Se renueva con esto el equívoco a que más arriba hemos hecho referencia. La existencia en el alma humana de un móvil egoísta, junto con otros móviles, puede legitimar la  tentativa de abstraer la dinámica y la eficiencia de este motivo de la compleja fenomenología humana y social, aun cuando subsista siempre como una dificultad grandísima la delimitación de tal móvil, pues comprende formas y grados diversos (característico es, por ejemplo, el esfuerzo de PANTALEONI para distinguir entre “egoísmo individual” y  “egoísmo de especie”, ya que esta segunda forma de egoísmo se encuentra frecuentemente en contradicción con la primera). Admitamos, sin más, la legitimidad científica de una indagación enderezada a determinar, incluso en forma matemática, el sentido y la fuerza del móvil egoísta, estableciendo, por ejemplo (para recordar la más conocida y más cierta de las llamadas leyes económicas), que cuando dos compradores van en busca de un vendedor, los precios tienden a elevarse, y, en cambio, cuando dos vendedores buscan un comprador, los precios tienden a descender. Mas todo esto representa sólo una tendencia que se puede definir aisladamente en abstracto; pero que no es en modo alguno la realidad concreta y plena, pues en ésta confluyen e interfieren también otros motivos de tendencia diversa e incluso opuesta.

 

Debe tenerse ante todo presente que la Economía política no considera propiamente toda la actividad humana, sino solamente aquel sector de la misma que se refiere a objetos del mundo exterior, aptos para satisfacer necesidades de índole material.  En este sentido se habla precisamente de “hechos económicos” y correlativamente de “bienes económicos”, o bien,  de  “riqueza”.  Así la Economía política fue definida  (por ejemplo, SAY) como  “el conocimiento de las leyes que gobiernan la riqueza”, o bien  “de la manera como se forman, se distribuyen y se consumen las riquezas”.  Es obvio que cuanto sobrepasa los límites de este sector de la actividad humana, como por ejemplo, la actividad religiosa, la poética o artística, etc., resulta de todo extraño a las llamadas leyes económicas, salvo que se quisiera entender y aplicar éstas en un sentido totalmente traslaticio e impropio.

 

Aun restringiendo el examen al sector indicado, se impone a la mente del estudioso imparcial una observación elemental pero  importantísima, a saber, que las relaciones humanas, incluso las de carácter económico, no se desenvuelven de hecho según la pura ley del interés individual. Innumerables acciones humanas que  implican también circulación de riqueza y que tienen, por ende, naturaleza económica, son determinadas por motivos esencialmente antieconómicos; es típico el caso de la donación, la cual en sus distintas especies tienen una importante función en la vida social, y que representa, precisamente, según la definición de SAVIGNY, “enriquecimiento para una parte y pérdida para la otra”, o,  con otras palabras, “el aumento del patrimonio del donatario y la disminución correlativa del patrimonio del donante”.

 

Es bien cierto que una donación debe tener forzosamente una causa, es decir, un motivo que la determine, y si conceptuamos como económica toda acción que obedece a un motivo, también la donación será una acción económica, como cualquier otra acción, pues no se puede obrar sin querer, ni querer sin motivo. Pero entonces la economía política perdería su objeto específico, es decir, dejaría de existir como ciencia. Ella supone, en verdad, la posibilidad de distinguir entre las acciones económicas y las antieconómicas; considerando como económico sólo el móvil de interés o beneficio individual  (egoísta), y contraponiendo a éste otros motivos también posibles.  En este sentido, por ejemplo, MESSEDAGLIA enseñaba que “la razón económica no es siempre la única determinante en la práctica, y que con frecuencia (especialmente por lo que respecta a la acción del Estado), concurren con esta razón otras varias que pueden modificarla en algún modo o incluso resultar absolutamente más importantes y preponderantes que ella”.

 

La mera valoración económica representa, pues, sólo un aspecto de la realidad, la cual no es nunca, en concreto, escuetamente económica. Si  para aducir algún simplicísimo ejemplo extraído de los hechos de la vida cotidiana, observamos que la mayor parte  de los viajeros prefieren en los trenes los coches de tercera clase, debido al menor costo del viaje, encontramos también que otros prefieren una clase superior, a fin de obtener con daño de la economía alguna mayor comodidad o distinción. De parejo modo, si bien es evidentemente más económico visitar los museos y pinacotecas en los días festivos, cuando la entrada es gratuita, esto no obstante, algunos espíritus selectos (aun cuando constituyan una escasísima minoría), prefieren hacer estas visitas los demás días, pagando el billete de ingreso, por ejemplo,  para no sufrir el disturbio de la masa.  Son igualmente hechos de la experiencia cotidiana las renuncias voluntarias a ciertas compensaciones ya espontáneamente ofrecidas, ya legalmente exigibles (ejemplo: por el hallazgo de cosas perdidas; por la asistencia médica  o legal prestada dentro de un cierto círculo de amistades, así como también el rehusar el interés en los préstamos de favor, etc.), y viceversa, las llamadas ofertas superrogativas, regalías y actos de liberalidad en general. Hasta en la contratación,  donde campea el móvil del interés económico, intervienen generalmente otros factores con función de límite frente a la  preponderancia del interés de la parte, y si se profundiza un poco en el examen de esta especie de relaciones,  se vería que el hecho mismo de dar formas contractuales a los fenómenos económicos de intercambio  (lo que implica el requisito de la libertad de consentimiento), significa una superación de la mera consideración económica, esto es, del interés y del egoísmo individual, según el cual el más fuerte debería imponerse sin más al débil.

 

El cardenal  FAULHABER, en su libro Judentum,  Christentum,  Germanentum, que por la nobleza de la inspiración quedará entre los escritos más memorables de nuestro tiempo, investigando los  “valores sociales del Antiguo Testamento”, se detiene sobre aquel pasaje del Levítico, que dice: “Cuando segares las mieses de tu campo, no cortarás hasta el suelo la que está en la superficie de la tierra; ni recogerás las espigas que vayan quedando. Ni en tu viña cogerás la rebusca ni los granos que caen, sino que los dejarás para que los recojan los pobres y  los forasteros.” Estas máximas  representan en su forma ingenua y embrionaria el principio del llamado “Derecho de los pobres” (Armenrecht), que debía alcanzar tan amplio y profundo desenvolvimiento en la moderna legislación social. Es muy digno de atención que ya en una edad tan remota se haya introducido incluso en tal materia tan típicamente económica como la recolección de los productos del campo propio, un elemento, siquiera sea mínimo, que corrige el móvil escueto del interés o provecho individual.

 

No sin razón  MINGHETTI, reflexionando sobre la colisión de motivos económicos y de orden ético en las acciones humanas, observaba: “Supongamos que fuese cierto lo que algunos han pretendido, a saber,  que en ciertos países y en ciertas formas de industria, el trabajo de los esclavos sea más eficaz, para producir la riqueza, que el hombre libre.” ¡Y qué! ¿Se daría, acaso, a la esclavitud el valor de un principio económico? Así también, suponiendo que “el obligar a los niños a un trabajo cotidiano de dieciséis horas, fuese un medio para la obtención de riqueza nacional”, ¿qué tratado de Economía osaría enumerar entre sus cánones el obligar a los niños a semejantes fatigas ?

 

Es bien cierto que estas críticas del gran estadista pueden parecer hoy bastante menos apropiadas, si se considera el estado actual de la ciencia económica que ha hecho mucho más rigurosos sus métodos, especialmente en cuanto ha asumido la forma de una disciplina matemática.  Pero no puede negarse que aún existen muchas incertidumbres y confusiones, sobre todo cuando se trata de dar un significado práctico o preceptivo al objeto teórico de la ciencia económica. Bajo este segundo aspecto, ya lo hemos advertido, bien podría concederse una verdad relativa a los teoremas económicos, en cuanto que se fundan sobre la hipótesis de la exclusiva eficiencia del motivo egoísta. De igual modo, por ejemplo,  un investigador físico puede considerar la eficiencia de una de las fuerzas de la naturaleza, abstraída de la compleja realidad, y traducir en formas matemáticas tal eficiencia, suponiendo, mediante un legítimo procedimiento científico, que dicha fuerza no es turbada por ninguna otra. Pero la cosa cambia por completo si, mas o menos conscientemente, se atribuye a tal especie de conocimiento abstracto o hipotético, un valor de adecuación a la realidad, y demás –lo que constituiría un error todavía más grave- un valor normativo, adoptándolo como criterio de obrar.

 

En el caso de la economía, el error es fomentado por la ambigüedad que poco hemos visto, del concepto de utilidad o interés.  Después de haber mostrado, fundamentalmente que toda acción humana tiene que estar por necesidad humana determinada por un interés  (sensu lato), se toma sólo en cuenta en virtud de una abstracción el interés individual o egoísta (en sentido estricto); se  pretende, en consecuencia, que el egoísmo es la única regla de las acciones humanas, y se condena, como antieconómicas, las acciones que no correspondan a un móvil egoísta. El paralogismo es patente: en la primera parte de la demostración se niega la posibilidad de acciones desinteresadas, mientras, en cambio, en la segunda parte no sólo se admite esta especie de acciones, si no que se las contrapone a aquellas otras que tienen exclusivamente carácter económico.

 

El principio económico toma así, casi insensiblemente, el aspecto de regla del obrar humano; como si fuese una buena norma para el individuo seguir siempre y solamente el propio interés. A las objeciones que inmediatamente levanta esta tesis se responde, en primer lugar, ampliando en formas diversas el concepto de interés  (distinguiendo, por ejemplo, el interés o egoísmo individual del propio de la especie), y finalmente refugiándose en aquella tautología, según la cual el interés equivale simplemente al motivo, cualquiera que éste sea, de las acciones in genere. Con lo cual, manifiestamente, el criterio del interés deja de tener un cierto valor práctico, es decir, no puede en modo alguno servir como norma del obrar. En este sentido, todas las acciones serían en verdad igualmente  “económicas”, e incluso la conducta del más estúpido manirroto (por ejemplo, del que enciende el cigarrillo quemando un billete de mil pesetas), estaría justificada por su interés: pongamos por caso, atraer sobre si la atención del público o épater les bourgeois.

 

Ningún criterio cierto de selección, esto es, ninguna norma de la conducta puede hallarse por lo tanto, en el principio económico. En un amplio sentido, éste denota un carácter necesariamente común a todas las acciones. Si se afirma, en cambio que en la conducta conviene seguir la regla de beneficio o del interés individual en el sentido más estrecho de la palabra  (contraponiendo como preferibles las acciones interesadas o egoístas a las desinteresadas o altruistas), entonces se atribuye ciertamente al “principio económico” un sentido de carácter normativo; pero de tal índole, que no puede ser aceptado por nadie, porque contraría el verdadero fundamento de la ética, tal cual se refleja no sólo en la conciencia individual, sino en las leyes y costumbres de todos los pueblos.

 

La Economía política pude, ciertamente, como ciencia teórica, indagar los fenómenos atañederos a la producción y circulación  de la  riqueza, descubriendo en ellos las conexiones de causa y efecto, es decir, las regularidades que constituyen las llamadas leyes económicas.  Pero éstas expresan, en verdad,  sólo tendencias.  Y  dentro de estos límites, nadie quiere poner en duda la validez científica de este orden de investigaciones.  Mas importa tener clara conciencia de esto: que de todas las observaciones de esta especie no puede extraerse ningún principio normativo, ningún deber y ningún derecho.

 

Todo conocimiento teórico puede, ya se comprende, adquirir también un significado práctico, en cuanto revela o descubre un medio apto para conseguir un cierto fin; pero en ningún caso el valor del fin, ni por ende, tampoco la determinación de la voluntad puede inferirse del simple conocimiento teórico. Así, por ejemplo,  todas las enseñanzas de la Física y de la Química en torno a las propiedades de los cuerpos, a las leyes de sus modificaciones y combinaciones, etc., pueden ser utilizadas por quien, disponiendo de los elementos necesarios, se proponga realizar un cierto propósito. De igual modo es evidente que todos los conocimientos relativos a los fenómenos económicos, a las tendencias y a las relaciones que en ellos se manifiestan pueden y deben ser considerados por quien quiera actuar en este campo.  Pero la meta y la directriz de tales acciones no derivan en modo alguno de los conocimientos mismos, sino que más bien constituyen un presupuesto para su manejo.

 

Es una pura y simple ilusión creer que las normas que dirigen la actividad humana, derivan en materia económica de la misma materia tratada. En verdad, que si fuese posible inferir normas prácticas de los datos o, mejor aún, de las premisas teoréticas de la Economía, tales normas serían de este tenor: cada uno debe adquirir la mayor riqueza posible, y así sucesivamente. Pero tales principios pueden representar hipótesis o conceptos límites, dotados de un puro valor teórico, pero nunca pretender regir, por sí solos, las acciones, pues no existe precisamente  ninguna efectiva obligación en aquel sentido, y el obrar humano obedece, en su actuación concreta, a muy otros, más complejos y más altos fines.

 

Una de las  causas más frecuentes de error en esta materia se halla en el hecho de que las relaciones de producción y de cambio de la riqueza se desenvuelven en la realidad subordinadamente a normas morales y jurídicas que dan una estructura determinada y obligatoria a la propiedad, al trabajo, al comercio, etc. Tales normas, por el objeto a que se aplican, pueden también llamarse, si así place, leyes económicas; pero es cierto que estas leyes no son absolutamente idénticas a aquellas de que propiamente se ocupan los economistas, cuando toman en consideración las relaciones de causa a efecto entre las “acciones económicas naturales”.  Las leyes naturales que presiden el orden de la riqueza”, explican en efecto los economistas, “no son (leyes) sancionadas  por la autoridad”,  sino dependientes de la naturaleza de las cosas, y “revelan cuanto hay de mostrenco y de común en las variadas manifestaciones económicas”. Según su verdadero y propio cometido, la Economía política se propone descubrir regularidades de hecho, nexos causales que no sufran excepción ni puedan ser  violados, tal como sucede típicamente respecto de las leyes físicas y matemáticas. Pero el equívoco surge inmediatamente a causa de la ambigüedad del término “leyes”, que significa también un principio ético o deontológico (moral o jurídico), el cual puede ser observado, pero puede también ser transgredido; y el peligro de equívoco es tanto mayor cuanto que esta especie de leyes tiene también aplicaciones en la esfera de las relaciones económicas, sin que, sin embargo, constituya el objeto propio de la Economía política. La “legislación económica” pertenece, sin duda, a la ciencia del derecho y, como rama de esta ciencia, tiene los mismos principios que todas sus restantes ramas.  Ya en el nombre mismo de Economía política, como es fácil descubrir, anida en germen el equívoco; por lo cual no debe parecernos chocante que algunos teóricos de la Economía hayan lamentado la impropiedad de este nombre y propuesto su modificación (substituyéndolo, verbigracia, por el de Plutología, Crematística, y otros). Es también característico el hecho de que una simple inversión de los mismos términos, como cuando se habla de  “Política  Económica”, en vez que de “Economía Política”, sea suficiente para significar una disciplina diversa de la Economía Política propiamente dicha.

 

Se comprende con facilidad cómo, especialmente en el pasado, cualquier escritor, por ejemplo  ROUSSEAU, en su célebre artículo de la  Enciclopedia, haya podido tratar, bajo el título de Economía política, cuestiones totalmente extrañas a la producción y el cambio de la riqueza, y dar, en fin, consejos acerca del mejor gobierno del Estado en general y esto, refiriéndose no impropiamente al nombre de dicha ciencia: “Le mot d’Economie ne signifie originairement que le sage et legitime gouvernement de la maison pour le bien commun de toute la famille.  Le sensde ce terme a été dans la suite étendu au gouvernement de la grande famille, qui est  Pelát.”  Bajo el imperio de la misma ideología iluminista, también el insigne ROMAGNOSI nos legó enseñanzas a veces profundas; pero en materia de Economía y de Derecho más bien híbridas, pues habla, por ejemplo, de “leyes naturales” en forma bastante ambigua. La misma definición, no obstante su celebridad, dada por ROMAGNOSI de la Economía política como ciencia del “orden social de la riqueza”, no es inmune a tal defecto, pues no resulta claro si tal fórmula se refiere o no al orden moral y jurídico, que es de muy diversa naturaleza que aquel otro fundado sobre la ley de la casualidad o de motivación (principio de razón suficiente). Nada es más perjudicial al progreso científico que dejar inciertos o mal definidos los conceptos fundamentales.

 

Pero no en vano ha surgido la crítica gnoseológica que, con provecho para todas las ciencias, ha esclarecido sus respectivos confines y ha enseñado a discernir los varios órdenes de verdad y los varios métodos que le son propios. Así también respecto de las acciones humanas, las cuales tienen diversos aspectos, y pueden, por consiguiente, ser objeto de ciencias diversas, se ha demostrado por una parte la posibilidad de una consideración rigurosamente fenoménica, en cuanto que aquellas pertenecen a la realidad empírica, donde domina el principio de la casualidad, y por otro lado, la posibilidad de su valoración deontológica, es decir, ética, en cuanto que pertenecen al mundo del espíritu y representan precisamente una emanación del yo.

 

En el primer sentido hay lugar a una consideración descriptiva y explicativa de los nexos causales y de las regularidades consiguientes que se producen empíricamente en el campo de la actividad humana. Bajo esta perspectiva pueden considerarse todos los complejos elementos que concurren a determinar in concreto el obrar humano. Pero también es posible desde este punto de vista, procediendo por abstracción, intentar aislar y medir la fuerza eficiente de un exclusivo factor o motivo, aun cuando en la realidad se presente siempre entrelazado con otros, y, por ende,  modificado aparentemente en su acción. Si de tal guisa se considera el motivo del interés individual enderezado a la  adquisición de la riqueza, en relación, por tanto,  con aquella especie de actividad que se despliega en las relaciones de producción y de cambio, se ha delimitado, con suficiente claridad, el campo propio de la economía.  Pero todas las regularidades o tendencias observadas u observables bajo tal aspecto no puedan traducirse nunca en normas de conducta dotadas de un cierto valor ético.

 

Ciertamente la ética instaura su reino sobre todas las acciones humanas y, por ende, también sobre las de la especie que acabamos de indicar; pero  lo hace,  no a base de las observaciones de lo que de hecho sucede, ni de lo  que sucedería si una sola de las fuerzas existentes fuese efectivamente activa, sino arrancando de un principio de valor integral atribuido a la personalidad humana en su esencia y en la universalidad de sus fines. Este principio representa un criterio que vale idealmente por encima de los fenómenos y se impone al sujeto mismo como guía de sus actos, los cuales pueden, no obstante, contravenir a aquel, sin que el principio ideal deje de ser deontológicamente válido. De aquel mismo principio se deducen coherentemente dos órdenes de determinaciones éticas, que constituyen respectivamente los reinos de la moral y el derecho.

 

Y es de advertir que todo acto humano admite al mismo tiempo una y otra valoración (moral y jurídica), según que, siempre desde el punto de vista deontológico, sea referido al sujeto que lo cumple o a la relación de éste con otro sujeto.

 

Por consiguiente, también las acciones que tienden a la satisfacción de las necesidades en sentido estricto, a la  adquisición y cambio de las riquezas o de los bienes económicos, están, pues, sujetas siempre y en todo lugar a la doble legislación moral y jurídica. Y una y otra legislación tiene siempre una cierta existencia histórica o  positiva, no ya en el sentido de que deban ser en todos los casos explícitamente formuladas (pues pueden resultar de una convención no traducida en normas  escritas), ni en el de que sean siempre y por todos puntualmente cumplidas (pues siempre tienen que ser posibles las transgresiones), sino en el sentido de que ninguna fase de la vida humana, ya individual, ya social, puede dejar de sentirse, tanto en la forma moral como en la jurídica la exigencia de una valoración o de una normatividad obligatoria. Es, por lo demás, superfluo advertir que esta doble legislación positiva, como todo lo que pertenece a la historia, está  también sujeta a evolución, por lo cual se nos aparece provista de un cierto carácter de relatividad que, sin embargo, no destruye su fundamento absoluto.

 

No obstante sus particulares variaciones, el sistema ético que en la dúplice forma de la moral y del derecho da normas a la actividad humana, tiene siempre un carácter integral o  “totalitario”, pues toda la actividad debe ser regulada, sea respecto de las relaciones entre varios sujetos. El sistema ético abraza, en suma, toda la existencia humana; comprende todos los instintos, las necesidades, los motivos de cualquier orden y especie que sean, desde de los de ínfima clase a los más sublimes. La moral significa para cada sujeto una directriz que introduce una cierta armonía entre los varios elementos e impulsos de sus actos. Y la moral es tanto más alta y más verdadera en cuanto comprende más propiamente al hombre en su pura y absoluta esencia espiritual, subordinando a ella los elementos inferiores pertenecientes al mundo sensible (cosa que apuntamos sólo de pasada, porque ahora nuestro propósito no es establecer una graduación o crítica de los varios sistemas de moral).

 

También el derecho abarca totalmente al hombre, si bien en sus relaciones con los demás hombres (de donde el aspecto intersubjetivo o bilateral propio de toda determinación jurídica). Y precisamente porque el derecho se refiere esencialmente a los nexos sociales y a los límites de la exigibilidad recíproca entre varios seres convivientes, las determinaciones jurídicas no se manifiestan siempre (cual sucede en las morales) bajo la forma de mandatos o de prohibiciones, sino también con el sentido de permitir o garantizar una cierta esfera de libertad, debiendo ser bien entendido que el permiso y la garantía, en tanto subsisten en cuanto a que otros sujetos es impuesto un correspondiente respeto (de donde la conocida demostración de que también las llamadas normas permisivas tienen en definitiva carácter imperativo). Es un error vulgar creer que, por consiguiente, sea extraña al mismo gran parte de la actividad humana; antes al contrario, lo cierto es que (dado un sistema jurídico) cualquier acción y cualquier omisión humana debe ser, por necesidad, lícita o ilícita, y como tal jurídicamente relevante.

 

Si aplicamos ahora estos conceptos a aquella parte de la actividad humana que, a fin de satisfacer las necesidades elementales de la existencia, persigue la producción, la adquisición y la circulación de la riqueza, es decir, a la llamada actividad económica, la cual empero –no lo olvidemos,- no es nunca concretamente separable de las  restantes especies de actividad, advertiremos que aquélla está siempre por necesidad regulada en algún modo por el derecho. En la forma que a éste es propia, es decir,  mediante pretensiones  y obligaciones correlativas, también en lo que concierne a la producción y a la circulación de los bienes se establece una determinada organización de las relaciones sociales, una delimitación y una colaboración;  se establece, en suma, un complejo de reglas a las cuales la actividad  económica está, en todo caso, subordinada y ligada.

 

Este complejo sistema regulador expresa y refleja en un cierto modo una concepción más o menos perfecta, y sin embargo integral, de todos los fines de la vida y de todas las tendencias y aspiraciones del alma humana, y no solamente de las tendencias económicas. En cualquier fase de su historia la naturaleza humana revela sentimientos, necesidades y aspiraciones de variadísima especie: en parte materiales y egoístas, en parte espirituales y altruistas, para apuntar sólo una distinción esquemática que está muy lejos de reflejar adecuadamente la compleja y viviente realidad. Es cierto, y lo hemos notado ya, que exclusivamente según los instintos egoístas, ninguna sociedad ni ninguna vida humana sería posible. Incluso desde el punto de vista puramente biológico, está fuera de duda que el instinto de conservación de la especie se halla tan afincado en la naturaleza humana como el de la conservación individual. Sólo en virtud de las más artificiosa de las abstracciones se puede suponer inexistentes en el mundo humano el amor, que bajo innumerables formas mueve y domina la vida entera; sólo por prejuicios de escuela se puede considerar secundario el sentimiento de la compasión o del amor al prójimo, que todas las religiones y las más  profundas filosofías (baste citar, p. Ej., la de  SCHOPENHAUER) han reconocido como innato en el hombre.

 

Sin pretender dar aquí una definición precisa de tan complejos factores, podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que la naturaleza y la historia humana representan siempre una concreta síntesis de egoísmo y altruismo, de modo que ninguno de estos elementos antitéticos  podría ser eliminado sin que se destruyese con ello la misma posibilidad de la vida humana. Así, pues, un sistema de normas inspiradas por un absoluto egoísmo no ha existido nunca de hecho, ni podría existir, porque ello significaría el fin de la sociedad y de la vida. Por ende, si se entiende la Economía política en su sentido más riguroso, como la ciencia fundada sobre la hipótesis del mero interés individual o egoísta, ningún precepto económico puede ser en realidad un verdadero precepto, es decir, tener el valor de norma práctica. No estuvo, por tanto,  del todo equivocado MINGHETTI al observar que los economistas presuponen, acaso inconscientemente, datos morales anteriores y superiores a su ciencia, pues, de hecho, las verdades teóricas de la economía no pueden realmente orientar las acciones humanas, si su aplicabilidad no se confirma (por un tácito sobrentendido) en los límites señalados por la moral y el derecho, formas éticas que necesariamente acompañan el desenvolvimiento de la vida económica.

 

Pero la moral y el derecho abrazan en verdad toda la vida, y no sólo aquella particular manifestación suya. Señalan los principios y los fines necesarios, substrayéndolos al mero arbitrio; no dicen solamente que si se quiere lograr un cierto fin o perseguir un cierto interés conviene conducirse de un cierto modo, sino que dicen también, y sobre todo, que es absolutamente obligado imprimir ciertas directrices a la  actividad, querer ciertos valores. Sólo con subordinación a esto pueden valer los conocimientos de nexos causales y las llamadas normas técnicas, las cuales no son otra cosa que la expresión invertida de tales nexos, esto es, indicaciones hipotéticas dejadas al simple arbitrio. (…).